viernes, 23 de octubre de 2015

Maxi - Héctor Ranea


Aprendió sueco mirando las películas de Bergman. No se sabía de dónde las conseguía ni cómo hacía para que se las pasaran en el cine fuera de horario. Se sospechaba que él mismo activaba las máquinas durante la noche, insomne gracias a las pastillitas. Vio no menos de cincuenta veces El Silencio para contar los tanques que pasaban por atrás de Johan, el hijo de Anna. Era el único que podía repetir el diálogo entre Bibi y Liv, frente al mar y lo hacía tan bien que no pocos pensaban que era homosexual. Se parecía más a un Cristo crucificado que a Block por sus frecuentes inmersiones en la cocaína, que por aquel entonces circulaba sólo en el prostíbulo del pueblo y como él, también creía vivir prisionero de un sueño o de varios sueños o de los sueños de varios.
Aprendió a jugar ajedrez tan sólo para entender cómo se le podría ganar a la muerte, tan bella. Pensó en una variante de apertura con un caballo blanco coordinando el combate final que él llamaba Caballo Loco y era imposible que así pudiera ganar, pero él aseguraba que de esa manera Block vencería a orillas del mar a la alada muerte. 
La novia, casualidad o no, se llamaba Ester y se creía la mujer de su vida, pero ni sospechaba el rigor con que la droga sometía a Maxi. La llevó a orillas del río, lo más parecido que había por esos lados a una orilla pedregosa que en invierno, además, se congelaba. Él le mostró el tablero ya dispuesto con los trebejos ordenados en las dos líneas. Ella hizo el sorteo. Maxi sacó las negras y se dio cuenta de que había perdido. Nunca más vimos ni a Ester ni a Maxi.

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