viernes, 31 de julio de 2015

En el barrio judío de Praga - Raquel Barbieri



En el barrio judío de Praga, al norte de la Ciudad Vieja, cerca de donde se encuentra la maravillosa estatua de Kafka en que un hombre enorme sin cabeza lleva al cuello a un pequeño Kafka completo, vivía Lenka con su madre.

El departamento daba —como en tantos edificios de Europa central— a un corredor con pisos de mosaicos cuyos dibujos divertidos en blanco y azul cerúleo combinaban a la perfección con los herrajes de los grandes balcones que desembocaban al patio común. 
Macetas tupidas de todo tipo de plantas suculentas, begonias, malvones y geranios aportaban vida a esos espacios compartidos cuya techumbre consistía en una galería alta con columnas de hierro ornamentado, en donde de vez en cuando trepaba alguna planta que en invierno desaparecía por completo. Mirando hacia arriba se veía el cielo, un espacio abierto y cuadrado que en primavera y otoño era una bendición para todos los sentidos, pero en verano y sobre todo en invierno, devenía en caldera o heladera respectivamente.
En el edificio de cinco pisos sin ascensor vivía también un hombre, Milenko, que significando “querido”, no era amado por nadie. Era invisible, ignorado, y él lo sabía; le dolía, pero no podía hacer nada al respecto. Ya había intentado ser apreciado y por algún factor inexplicable, ese ser dotado de gran paz y belleza interior, era despreciado por el resto.
Milenko tenía muchísimo pelo ya canoso, tez cetrina y ojos de ese azul grisáceo tan frecuente en los checos. Sus dedos estaban deformados por el trabajo rudo de albañil que ya había dejado hacía unos años por causa de una incipiente artritis y la edad.
Vivía en dos ambientes no muy amplios, en uno de los departamentos más baratos del edificio, y la única mirada hacia el afuera era la puerta de doble hoja que daba a la galería común y una ventanita simpática, alta y escueta que era lo único pintoresco que poseía su cocina de uno por dos.
Lenka habitaba uno de los departamentos grandes que daban a la calle, con dos ventanales amplios desde los cuales se veía gran parte de Josefov. 
Ella siempre miraba hacia afuera y soñaba con salir de ese lugar, aunque se sentía incapaz de generar cualquier cambio por pequeño que fuese. Pensaba en su madre, en las gatas, en los muebles, en sus rutinas. Todo la ataba al edificio del boulevard Parizská. 
Lenka era dependiente del tranvía 17, del 18, de la cercanía con el cementerio en donde estaban su padre y hermano, y hasta de la panadería a la que había ido siempre su familia.
Milenko pasaba las horas leyendo, iba una vez por semana al cementerio a poner una piedra sobre la tumba de sus padres, regresaba caminando mientras era ignorado por todos y cada uno, y hacía las compras para luego encerrarse en su oscuro departamento a transcurrir sus días.
Lenka estaba aburrida. Hablaba con su madre durante las comidas, pero no eran conversaciones sustanciales sino superficiales sobre el cotidiano vivir, la limpieza, la compra… charlas repetidas, escuetas, propias de una convivencia abúlica y prolongada.
Milenko se sentía agradecido de tener un techo sobre su cabeza y comida en la mesa; por lo demás, no tenía con quién hablar y eso le dolía profundamente. Se preguntaba qué podría haber hecho él para recibir ese destrato cuando había sido amable siempre. Y cada vez que el dolor era demasiado grande, ponía un disco de Mendelssohn; en general, las canciones sin palabras, como también el concierto para piano número veintitrés de Mozart. Y en el alféizar del único ventanuco que su casa tenía, siempre había una plantita preciosa y bien cuidada dando vida. Ese era Milenko, aunque nadie lo amara.
Lenka, aunque  vivía en el mismo edificio que Milenko, nunca habían cruzado caminos. Ella soñaba en silencio con un hombre como él, que la doblara en edad, que siendo protector y fuerte, la resguardara de la crudeza del mundo, que gustara de la misma música que ella, que tuviera muchas historias para contarle y careciera de las urgencias de los hombres más jóvenes. Lenka era capaz de quedarse sola con tal de no conformarse con un premio consuelo, como la mayoría hace.
Me gustaría contarles que se conocieron y se amaron, que ella hizo una valija con lo imprescindible y se mudó al departamento de la ventanita escueta, o que ambos decidieron dejar ese lugar para empezar un tiempo nuevo en un lugar también nuevo, quizás fuera del barrio judío de Praga, tal vez en la campiña o aún más lejos. Pero no, encerrados cada uno en su tristeza muda, caminaron siempre con la mirada baja que evitó el encuentro en el mercado, en uno de los corredores del edificio, en las escaleras, en el umbral de la puerta del edificio del boulevard Parizská. 
Lenka y Milenko eran almas gemelas; sin embargo, les faltó un Hollywood que los uniera.


Acerca de la autora: Raquel Barbieri

Sin música – Luciano Doti


Hacía ya un tiempo que el pianista estaba deprimido. Había estudiado para ser concertista, no para tocar las teclas de ese vetusto piano en un salón de Virginia City. Ese día, terminó un réquiem que venía componiendo para su propia muerte. La jornada siguió muy bien, ya que por la tarde conoció a una joven que no era indiferente a la música que brotaba de su instrumento. Sin embargo, por la noche supo que la chica tenía pretendiente; uno de esos bandidos que abundaban en el lejano oeste. Se enteró de tan desafortunada situación de la peor manera: cuando ellos estaban en pleno galanteo junto al piano y el bandido recién ingresado al salón le pidió que se diera vuelta, para no hacer por la espalda lo que acostumbraba realizar de frente.
La sangre salpicó la partitura de su réquiem dejándola ilegible.

Acerca del autor:
Luciano Doti

Querida Amiga - Daniel Frini


No te diré mi nombre. No importa quién soy o cómo he llegado hasta ti. Te bastará saber que hace ya tiempo que te conozco y, aunque no quieras creerlo, tú jamás me has visto. He conocido y admirado cada uno de tus pasos y, me sonrojo al reconocerlo, con sana envidia he contemplado el transcurrir de tu vida. Esperaba compartir las horas contigo, algún día, y extasiarnos juntas en sublimes y prolongadas charlas sobre los más variados temas que, sé, son de tu gusto y el mío.
Pero no he podido creer que al conocerlo a Él, dentro mío, te alejaras tanto. No pude soportar el verte feliz a su lado y tan retirada de mí. Aún cuando los celos me fueran hasta ese momento desconocidos, lograron crecer hasta obligarme a dar este paso. Espero, sinceramente, que sufras tanto como estoy sufriendo yo. Creo que jamás volveremos a vernos, ni sabrás más de mí.
Con afecto, tu amiga hasta hoy.

P.D.: En la encomienda que adjunto encontrarás la cabeza de tu amado.

Acerca del autor:

lunes, 27 de julio de 2015

Hemisferios - Jorge Etcheverry


Los humores recorrían las venas y arterias, impregnaban los tejidos de este protagonista, incluso su cerebro mismo. Su piel respondía a las variaciones de la humedad ambiente y llevaba ese mensaje a las terminaciones nerviosas ellas mismas viscosas hasta el instante y lugar mismo de la sinapsis con otras como ellas, donde por un instante florecía la energía eléctrica, pura y seca, luminosa, antes de perderse otra vez en ese miasma acuoso que identificaba ese ser con la otra infinidad de la vida a la postre marítima. Un científico premunido de todos los adelantos y avances de la ciencia en un laboratorio intocado por las múltiples guerras debido a su auspicio por un consorcio de las mismas corporaciones que financiaban el armamento de las facciones en lucha y que  a través de intermediarios les vendían productos de diversa sofisticación y poder de fuego infirió que ese momento electrónico era el que señalaba el nacimiento del espíritu.
En otro extremo del planeta el artista urbano no concilia el sueño pese a dos masturbaciones, la lectura de viejos comics, dos cigarrillos y unas uvas, y se plantea dos interrogantes  ¿es acaso el despeñadero de la historia contemporánea eso que aparece en las pantallas,  chicas y grandes, y se desbarranca en multitudes sin fin de fanáticos que enceguecidos por la religión se desmiembran, crucifican  y decapitan entre sí, avizorando allá en lo alto multitudes de vírgenes, ríos de miel y leche? ¿O pasa simplemente que él va a tener que decidir que el único libro que lo puede entretener o divertir es ése que va a tener que escribir él mismo, pero que nunca podrá publicar?

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El disparador de los hermanos Brana – Héctor Ranea


—¿Qué sabemos de las branas? —dijo el niño con ojos almendra a su philoctetes.
—Tenemos dos amigos, Ben y Men, llamado Mem sin otro motivo que la cacofonía —trazó un vínculo orgulloso en el aire el philoctetes para después murmurar—. ¡Me desvivo por el niño, y no va que con las preguntas que hace me hará perder el trabajo!
—Te hice una pregunta sobre la física de las branas. ¿O se dice: broncas?
—Los broncos son caballos salvajes según la dicción antigua en el llamado nuevo mundo que terminó por ser el primero en ser eyectado, me temo.
A todo esto, en un lugar del navichorro “El Perifolio” se proyectaba un viejo film con Alexandros Peloponesos y Nastavia Kuliophilos sobre la navegación a vela en tiempos de calma chicha, en la que los protagonistas no tenían antagonistas más que el viento que no existía momentáneamente. Ella se mecía con solemnidad de triple X en la humedad apenas insinuada del chinchorro en el que compartía un asiento con el más masculino de los dos que se petardeaba a cada rato, dado que la única comida, consistente en cartón de luces de emergencia, le cayó bastante mal.
El balanceo de “El Perifolio” parecía atenuar todas las sensaciones desagradables de Alexandros mas no las de Nastavia, que se preguntaba por el origen del Petardazo final, el que ella terminaría con un corchazo en medio del trigémino del marino huerito.
Él, por su parte, trataba de beber de los ojos de un pescado recién muerto pero la córnea se resistía a sus afilados dientes, por lo que debió recordar a Ben Brana, un pautador de cólicos, rubio platinado y ojeroso macho de hoguera llameante en el Bronx de antaño. Y en ese recuerdo le vino a la memoria una poesía sobre la familia Brana, un cólico espantoso, si se quiere, ya que al cantarlo a la dulce y triple X Nastavia le vino una irrefrenable necesidad fisiológica que se manifestaba por la danza, el culebreo y el movimiento independiente de los músculos del vientre.
Ambos terminaron, como puede suponerse, ensuciando al chinchorro, que navegaba al garete cósmico en medio de tormentas espaciotemporales dirigidas por el cuasi tensor de impulso global, enderezado, si se puede concebir tal cosa, por un hilo de gravedad cuantificada en el que se podía leer la frase: “Si esta es la teoría del todo, el todo dónde está”, seguido por la onomatopeya más común de la risa y el pedorreo.
Mientras el chinchorro se perdía en la noche, sin solución de continuidad apareció en pantalla el mellizo Mem Brana tocando en trompeta disfórico-cromática el blues “La acromatopsia de los quarks no la perdono”, mientras su hermano Ben preparaba una versión cuantificada del Dixie: “Menlo Park, we missed you ¿Where’ve you’ve been?" Aunque bien podría haber sido "Where the heck are you", que nadie se hubiera enterado porque la línea melódica era entrecortada por la cuantificación, que producía un álgebra discontinua dentro de una manera solipsista de tratar el pentagrama del nombre del Diablo.
Ni Ben ni Mem pudieron explicar la familia Brana a nadie, menos a Nastavia, que había dejado a Alexandros bebiendo ouzo con maníes recién llegados de México aunque de ahí habían salido como cacahuates que después de algunos petardeos terminaron siendo cacahcuetes y de ahí caga cuates.
Esta es la triste y sentida historia de los hermanos Brana, fusilados por Pancho Campana, el disparador más rápido de Grandes Pum del lado del universo en el que la música se desarrolló en octavas. O sea acá. Pero no estamos seguros. “Esta puta manía de la cuántica de complicarnos la vida”, suspiró Nastavia para disimular un enérgico cuesco de ballenero.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Reunión de señoras - Ana María Caillet Bois


Todos los días, a la misma hora, un ritual marcaba la hora de té. Primero el mantel, luego la porcelana francesa y exquisiteces varias. Exactamente a las cinco de la tarde llegaban una a una cinco señoras, hacía mas de diez años; una a una se sentaban a la mesa y sin hablar una palabra tomaban el té.
Hasta que sucedió lo inesperado: la más anciana no se presentó a la cita. Las cuatro restantes se miraron asombradas y comenzaron a hablar y reír sin parar.

Acerca de la autora:
Ana María Caillet Bois

jueves, 23 de julio de 2015

El perro escritor - Sergio Gaut vel Hartman


Oxímoro Martínez nunca le había prestado atención a la meada de su perro. Por eso, cuando Balzac, un bello labrador dorado, dejó un reguero de orina sobre la alfombra de Bukhara que le había regalado la tía Angélica, su primera intención fue tomar la AK-47 que se había traído de Irak y coser a tiros al desgraciado. Pero por fortuna se detuvo a tiempo. La forma adoptada por el líquido, una serie de trazos coherentes que parecían letras, hablaba a las claras de que Balzac estaba tratando de comunicar un mensaje.
—Perrito loco —dijo Oxímoro acariciando al can, ya que a pesar del arranque cinocida experimentado unos minutos atrás amaba a Balzac—. ¿Se puede saber por qué measte mi alfombra de Bukhara?
El perro meó lo siguiente: "Es mi modo de expresarme".
Anonadado por la intempestiva revelación, Oxímoro miró a su perro, miró la alfombra, volvió a mirar a Balzac y una vez más, la alfombra. La haré corta: Oxímoro tardó solo dos minutos en descubrir que los textos de Blazac eran literatura, y de la mejor. Redactaba párrafos como este: "Cuando anocheció, el hombre se puso en cuclillas junto al camino, se preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo".
—¡Genial! ¿Podrías encarar cosas más extensas? —dijo Oxímoro.
El perro escribió: "¡Por supuesto! ¿Una novela, tal vez?".
—¡Una novela! ¡Estupendo! El primer best seller escrito por un perro. —Oxímoro se frotó las manos, le brillaron los ojos y dio un salto de bailarín clásico, golpeando los talones antes de caer.
Balzac, haciendo honor a su nombre, escribió la novela en tres meses. Oxímoro tuvo que invertir en la aventura, ya que le costó un par de miles en cerveza… porque cerveza y no agua era lo que tomaba Balzac para estimular su vejiga y su, digamos, "estilográfica". En opinión de Oxímoro, la novela era maravillosa y se deleitó leyéndola. Tal fue su entusiasmo que hizo lo imposible para entrevistarse con el editor más importante de la ciudad con el objeto de ofrecerle la obra de Balzac. Y su empeño rindió frutos, ya que fue citado por Erasmo Bibliotek para que concurriera al trigésimo piso de la Torre Universum, emplazamiento de la editorial de los best sellers más afamados. Abreviaré la narración omitiendo los prolegómenos del encuentro y pasaré directamente al diálogo que Erasmo y Oxímoro, este acompañado por Balzac, mantuvieron en el despacho del primero.
—¿O sea que usted sostiene que este manuscrito —tocó el manuscrito con un dedo— ha sido escrito por el perro aquí presente?
—Es lo que él escribió usando su... meada, con perdón. Yo me limité a transcribir el texto.
—Ahá. El perro mea y usted transcribe.
—Exacto —aseguró Oxímoro. Y antes de que Erasmo pudiera reaccionar, Balzac comenzó su demostración.
—¡Pare! ¡Deténgase! ¡Stop! —Exclamó Erasmo, y al borde del colapso, exclamó—. ¡Mi alfombra de Bukhara!
—Arruinó la mía —dijo Oxímoro—. Todo sea por la literatura, ¿no? Lea lo que meó, quiero decir, lo que escribió.
Erasmo Bibliotek leyó, y no pudo negar que Balzac había escrito un párrafo coherente y legible.
Esto decía: "Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles".
—¿Qué le parece? ¿No es maravilloso?
Ahogándose, pero incapaz de morir sin antes poner en claro la situación, Erasmo respondió.
—Es... maravilloso... en espe... en especial, por... por... porque esto ya… ya lo es... escribió Cor... tázar, y... y... la no... nove... vela, es Anna Kare... Karenina, pa… palabra por… por pala… palabra. —Reunió sus últimas fuerzas y gritó a voz en cuello—: ¡su perro es un plagiario!

Acerca del autor:

La última cena - Saurio


Cuando Jesús dijo que el pan era su cuerpo le pareció bien, un sacrificio humano llevado al plano de lo simbólico era un buena idea.
Cuando dijo que el vino era su sangre dudó un poco. No era una metáfora muy kosher que digamos, pero, bueno, todos coincidían en que la ley mosaica era un poco absurda en lo que alimentación se refiere y, al fin y al cabo, ellos estaban para revolucionarla, ¿no?.
Cuando dijo que la cerveza era su pis le pareció un chiste de mal gusto, pero a esa altura todos estaban medio borrachos y se entiende que uno diga pavadas, mesías o no.
Fue cuando Jesús agarró el vaso de leche que Judas supo qué era lo que debía hacer.

Acerca del autor:
Saurio

Hermano mayor - Claudia Isabel Lonfat


Ya sabía yo que en cualquier momento me iba a tener que hacer cargo de mi hermano. Desde que mi madre me dijo con sonrisita compradora “Ya estás grande Naza”, lo cual significa “hacerse responsable”. Y el día llegó; un domingo, después de comer la pasta rellena con estofado.
—¿Qué te parece si llevás a Pochi a dar una vuelta?
Tenía ganas de decirle que no. Que me da vergüenza salir a caminar con Pochi de la mano. Que Pochi hace mucho ruido y habla hasta por los codos, y a mí me gusta andar en silencio y mirar todo alrededor, especialmente a los pájaros mientras estiran sus alitas y picotean sus plumas. Esconderme y quedar inmóvil detrás de los árboles, es algo que sé hacer bien. Practiqué mucho hasta conseguirlo y eso me pone feliz, pero hay que quedarse muy quieto y olvidarse del tiempo, ni siquiera se puede pestañear, porque las aves son muy sensibles y temerosas, sobre todo de los humanos, que las meten en jaulas, hasta que ellas deciden morir para poder ser libres. Eso siempre me pone triste. Pochi no puede entender estos sentimientos, terminaría por hablarles o gritar, quizás provocarles un soponcio con su risa descontrolada, es cuando tengo que pellizcarlo para que se detenga, pero a veces, creo que se me va la mano, se pone a llorar, y como dice mamá “es peor el remedio que la enfermedad”, así que mejor no lo pellizco.
Pochi se ve rosado y sonriente. Se nota que está feliz de salir conmigo, y me toma fuerte de la mano. Hace mucho frío para ser otoño. Mamá le puso gorro de lana, guantes y bufanda, y me obligó a usar una campera bien abrigada. A mí no me gusta porque no puedo trepar, entonces tengo que sacármela, pero mamá se enoja, porque la última vez que lo hice, dejé la campera al pie del árbol y desapareció; como si se la hubiese tragado la tierra.
Durante la siesta, el barrio se ve algo extraño, silencioso, como si fuera otro. Me gusta porque parece una ciudad desierta, como una película que vi en la tele, donde la gente fue abbb… no se cuanto, o sea, se las llevaron los extraterrestres. Yo me imagino que soy el único que queda en la ciudad, y en todo lo que podría hacer estando solo, sin mamá, papá, Pochi, o los vecinos. Por ejemplo, sacar golosinas de los kioscos, gaseosas, helados, correr en medio de la calle sin que me toquen bocina o me digan una palabrota como “mirá por donde andás bobo” y mamá no tendría que entristecerse cuando se lo cuento. También podría hamacarme fuerte, muy fuerte, hasta tocar el cielo con la punta de los pies.
Pochi me tironea de la mano para cruzar la calle y no me deja pensar en las cosas que me gustan. Me señala el poste con luces de colores que tiene la verde encendida, y yo le respondo haciendo ruido con mi lengua, para que sepa que me desagrada que tire tanto de mi mano.
Es hermoso el otoño. Las hojas cambian y se ponen más lindas. Algunos árboles de la cuadra tienen hojas de tres colores, que van del amarillo al colorado, y yo las recojo para pegar en los cuadernos, en las paredes de mi cuarto, y a veces, las pongo bajo mi almohada o hago un ramillete para mamá.
—Naza, vamos por la calle Moreno…mamá dijo…
—Vamos por donde yo quiera —le digo molesto y sin saber por dónde seguir.
Miro para todos lados y nada es igual. No son las mismas casas, ni los mismos árboles.
Naza hace un pucherito y dice:
—Mamá no nos va a dejar salir juntos nunca más si nos perdemos.
—¿Mamá no dice que ya soy grande? La última vez soplé treinta velitas.
Tengo miedo, pero no puedo decírselo a Pochi porque se va a asustar, y yo soy su hermano mayor, es lo que siempre dice la gente.
—Está bien, Pochi, llevame a casa, no quiero que mamá nos rete.  

Acerca de la autora:

domingo, 19 de julio de 2015

Calibre 45 - Daniel Frini


Antes de llegar a la esquina, supo que sin dudas algo lo había alcanzado un poco más abajo de los hombros y casi al centro de su espalda. Sin embargo, esta certeza no lo asustó tanto como el estampido que le llegó desde atrás unos segundos después de haber sentido el impacto de la bala. Solo con el envión que traía de su carrera alocada, llegó hasta el cartel azul en el que leyó, apenas de soslayo, "...rmiento 400-500", y se aferró a él con la certeza de que era el último sostén del cual tomarse. Las piernas se le aflojaron y prestó especial atención a cuánto esfuerzo le demandaba quedar de pie. No pensó en su familia. Ni siquiera en la razón de la absurda venganza de la cual le provino la muerte. Solo pensó: "la pucha, si caigo, ese charquito del piso me manchará el traje?". Dejó de ver en el agua el reflejo azul-marrón de las luces de la calle. Jamás supo de la mancha oscura en su corbata-de-seda-italiana, pero hecha en China, la misma que su viuda atesora como trofeo de guerra en la cómoda que alguna vez fuera suya, en el segundo cajón de la izquierda.

Acerca del autor:

Al final – Alejandro Bentivoglio


No recuerdan nada de lo que digo, ni se molestan en guardar pedazos de mi memoria o la de otros. Al final todo parece mezclado y no son las copas de más o lo tardío de la noche. Vamos tan lejos como podemos, pero la casa es siempre la misma. Debería saberlo de antemano y no sé quiénes somos ese nosotros que parece perseguirme todo el tiempo. No quiero adjudicarle nada a la paranoia o a los fantasmas que me revolotean. No quiero pensar en nada. Temo que cuando se apague la luz, algo de todo esto sea real.

Acerca del autor:

El llamado - Juan Manuel Montes


La última vez que sonó el teléfono a las tres de la mañana, llamaron para avisar que mi esposa, Julia, había muerto. Apenas escuché el teléfono lo supe, cuando mi hija vino a darme la noticia yo cerré los ojos húmedos e intenté darle la espalda a la verdad.
Ahora el teléfono está sonando. La enfermera que me cuida, duerme. Me desengancho de a poco el clip que tengo en el dedo y la máquina comienza a emitir su alarma, pero no me importa. Me bajo y doy pasos torpes, continúo por el pasillo que mi vejez ha alargado y ya en la cocina descuelgo el aparato que deja de sonar al instante.
Desde el otro lado la voz de Julia me recibe diciendo: “Por fin, gordo, ya te extrañaba”.

Acerca del autor:
Juan Manuel Montes

miércoles, 15 de julio de 2015

La conversión - Luciano Doti


Anoche salí con la chica que conocí por chat. Terminamos en su hogar, una vieja casona “okupada”. En el fragor del encuentro, ella me dio un fuerte beso en el cuello que me dejó marca. Hoy, noté que el sol me hace doler los ojos y arder la piel. Intento verme en el espejo, pero no me reflejo en él.

Acerca del autor:
Luciano Doti

Micción imperiosa - Abel Maas


Vengo de lo de mi mamá, le conté que tengo micción imperiosa, como ella. Que la mía no es tan imperiosa como la suya pero está empezando a ser, está como naciendo esa imperiosidad. Me dijo que solucionó su problema con un tapón y le pregunté que teniendo yo pito y siendo ella médica qué tenía que hacer en mi caso. Me dijo que de eso no sabía nada y que me calle, que quería hablar ella pero no para hacerme reír. Le dije que quería hablar yo; que antes hacía pis a la noche, antes de acostarme y después volvía a hacer a la mañana, después del desayuno, pero ahora me levanto una vez y a veces dos, tal vez tres. Sin embargo, casi siempre me levanto para escupir o esputar, antes de ahogarme, entonces no sé para cuál de las dos cosas me levanté, pero siempre que hago pis, por las dudas, esputo, como el polaco Goyeneche aquella mañana de domingo en la calle Cangallo, se paró en el cordón de la vereda y esputó y gargajeó lentamente en la calle silenciosa. Pero a nadie le importa nada de mí, yo soy un trapo de piso, como dijo don Herman cuando lo dejaron solo como a un perro solo, aunque tal vez le importe a uno, o a una, si le importa a una, mejor, mejor que le importe a dos. Después mi mamá me contó que se murió Sergio Renán y otros más, que tenían como veinte años menos que ella y que por qué ellos sí y ella no. Mi mamá está un poco deprimida pero ya se le va a pasar. 279 palabras, es suficiente, 282 con estas, listo. Microsoft World, todos somos Nisman, todos somos escritores y yo, más gracioso que la mierda. 300.

Acerca del autor:

En tiempos de Escher - Virginia Cortés


Abrí el sobre, reconocí rápidamente la caligrafía: desacomodados cuerpitos de un centenar de arañitas ebrias sobre la hoja renglonada. Totalmente familiar.
"Necesito que cuides de Verónica. Yo no puedo hacerlo y nadie más lo hará por ella. Es una adulta con la ingenuidad de una criatura. Es cálida, inconstante, caótica, sensible, alegre y cabezona. Es una tormenta dentro de un jarrón. Es muy inteligente pero realmente no parece. Sufre mucho…"
No decía más y no hacía falta. Lo increible era que la carta estaba firmada por la mismísima Verónica en el año 2025. Y me la enviaba a mí, al año 2013, como si pudiera hacer algo ahora, mejor que lo que pude hacer unos doce años después. Tuve que re-enviármela, para dentro de un par de años más atrás... Tal vez tengamos suerte. La Verónica del 2010 es muy amiga de las causas perdidas…

Acerca de la autora: 
Virginia Cortés

sábado, 11 de julio de 2015

Doy fe – Sergio Gaut vel Hartman


Para Jimena

El escritor golpeó la puerta de la casa de la escribana a las tres de la madrugada. Era una noche de tormenta despiadada y el único motivo por el que el matrimonio arrancado del sueño no llamó a la policía fue el aspecto desastroso y patético del tipo.
¿Qué quiere? —exclamó el esposo de la escribana, un prestigioso abogado—. ¿Cómo se atreve a llamar a la puerta de una casa de familia a esta hora? Podría haberlo corrido a tiros sin remordimientos.
¡Perdón, perdón! No se enoje. No tengo malas intenciones. No soy ladrón ni nada parecido. Soy escritor.
¿Escritor? —La escribana sujetó la bata con el puño y se hizo a un lado para que el sujeto entrara al recibidor—. ¿Y qué hace un escritor en medio de la tormenta? ¿Por qué no está en su casa, escribiendo, en el caso de que le haya dado insomnio?
¡Eso, insomnio! No puedo dormir porque una idea me taladra el cerebro.
¡Molestar a la gente! —estalló el abogado.
¡No! Vean, esto que les voy a decir es muy raro, demente, pero sucede, puedo demostrarlo.
No trate de enredarnos. No somos gente inocente a la que se pueda engatusar. —Pero la escribana miró a su esposo, dio un paso al costado e invitó al tipo a sentarse. Le daba pena y estaba intrigada.
Para nada. Les cuento: puedo materializar cualquier cosa si la escribo. Pongo “cigarrillo”, y aparece uno en mi mano; escribo “encendedor”, y lo mismo; “cenicero”...
No fume aquí, por favor.
El escritor sacó un block de notas, escribió las palabras anunciadas y casi de inmediato tuvo un encendedor, un cenicero y un cigarrillo en la mesa que estaba junto a la silla. Pero no lo encendió.
El matrimonio miró al sujeto y tanto la mujer como el hombre trataron de determinar si no estaban soñando. Llegaron a la conclusión de que no, no estaban soñando.
Es un truco —dijo el abogado.
Es verdad —replicó el escritor—. ¿Les parece que me tomaría todo este trabajo para hacer un pase de prstidigitación, en una noche como esta?
¿Qué quiere, entonces? —preguntó la escribana. No estaba segura si debía reírse o echar de una buena vez al pobre diablo.

Materialicé una casa, muy linda, sencilla, pero cómoda. Es real; no estafé a nadie para tenerla. Está junto a la laguna y solo le quité unos metros de agua a los patos. Quisiera escriturarla.

Acerca del autor:

Poco pesadilla para ser alucinación – Héctor Ranea


En aquel tiempo usaba un morral de papel de aluminio con muchas capas pues era la forma más eficiente de proteger mis cosas del veneno letal que invadió nuestra isla. Con la vela menos destruida de la última nave hice una piel para mí, no muy agradable y mucho menos bella, demasiado gris, que dejaba mi sangre tan caliente que se me aparecía un espejismo fabuloso algunas tardes. Y eso fue antes de que desarrollara un método para no ser engañado por ellos, resolviendo así cualquier entuerto antes de que se produjera. 
El espejismo tomó forma de vendedor de un establecimiento que fabricaba un tipo de bengala que no dejaba olor en la nave, ni en el patio de la casa, en caso que alguien quisiera suicidarse disparándose con ella. El penoso individuo, o alucinación, estaba poseído por varias pesadillas interiores mías, así que cada vez que abría su boca se escuchaba el griterío de las mismas que pugnaban por salir o al menos subir a un estadio superior y, aunque en su conjunto era una persona agradable, yo no podía dejar de pensar en que todo era una mera construcción, una fechoría de cierto hacedor, un compositor extravagante que, sin yo entender con cuáles motivos particulares suyos, me estaba haciendo pasar por este trance figurado. 
Evidentemente, quien inventó el veneno querría que tuviese sexo con ese hombre, una cuestión de género que me alejaba sin ninguna duda de sus propósitos, sin contar con que hacerlo me haría endosar su realidad, de modo que traté de espantarme el pensamiento que se fue de mi vida llevándose mis peores pesadillas con él. En cierta forma, le estoy agradecida.

Acerca del autor:
Héctor Ranea 

Lirios - Javier López


Ese día iba a pedirle matrimonio a su novia de siempre y decidió regalarle unas flores. Pensaba en un ramo de rosas, pero en la floristería le llamaron la atención unas que quizá antes había visto en libros o revistas. Pero nunca delante de él.
—¿Y éstas como se llaman? —le preguntó a la dependienta.
—Lirios.
—Ahhh —exclamó dándose cuenta que exhalaba los mismos perfumes que estaba respirando.
Los llevó a su casa, y nunca llegó a hacer ese regalo. Se enamoró de aquellos lirios y ese amor duró eternamente.

Acerca del autor:
Javier López

martes, 7 de julio de 2015

El espejo - Paula Duncan


Estuve buscando un espejo para mi nueva casa; tenía que ser algo especial, que no solo reflejara mi imagen, que no sirviera nada más que para informarme si mi cabello, estaba ordenado o como siempre se mostraba; expresándose libremente
Después de buscar por horas decidí tomar un respiro y busque un lugar apartado del ruido de la calle en un bar cercano, pedí un café y trate de recordar el espejo de mi infancia el que las tías decían que era mágico, que te daba las respuesta a todas las preguntas porque ahí vivían, personajes muy sabios, algunos con alas y otros sin ellas, pero todos muy amigables; y yo me pasaba horas mirándolo cuando la lluvia o el frio hacían imposible jugar afuera
También estuve sentada frente a él después del primer desengaño amoroso cuando era adolescente, gastando todas las lágrimas hasta que me quede entre dormida porque la pena agota, y soñé un sueño extraño, del espejo salía una figura bella vestida de blanco y con mucha paz que se sentó a mi lado sin decir palabra, solo tomo mis manos y me miro con una mirada muy dulce y tranquila
Cuando desperté mi corazón aunque triste estaba mas calmo y comencé a ver las cosas de diferente manera dándome cuenta que muchas veces cuando algo termina no es el final sino la posibilidad de un nuevo comienzo
Crecí, me case, nacieron mis hijos; pero el recuerdo de ese espejo jamás se aparto de mi
Y seguí buscando algo especial, cuando lo comente, me miraron raro; mis amigas me dijeron ¡estás grande para esas cosas! pero mucho no me intereso, era algo que iba más allá de las fantasías de niña.
Seguí con mi búsqueda; hasta que lo encontré, en una casa que vendía cosas usadas; el señor que me atendió de por si llamó mi atención era un personaje tan viejo como los objetos en su negocio, pero con una mirada increíblemente brillante y curiosa; me pregunto que estaba buscando, así el quizás podría ayudarme; lo miré y le conté pensando que el también creería que estaba loca; pero no, me dijo que lo aguardara un momento, que el tenia lo que yo buscaba, lo mire asombrada y me dedique a curiosear el local hasta que el se desocupo, me dijo: en el sótano tengo un espejo que tiene todas las condiciones, solo me tendría que acompañar, con la lámpara pues ahí abajo no hay luz
En realidad dude un momento; debía entrar en un territorio desconocido, pero la mirada franca y la posibilidad de una aventura me hizo decidir y bajamos, era un lugar extraño la escalera de madera vieja crujía ante nuestro peso, pero al llegar al sótano todo se convirtió en un espacio de leyenda y estaba vivo era algo así como el patio de la casa de campo de mi infancia, había flores pequeños animales y algún que otro personaje conocido, estaba tan deslumbrada que me olvide de mi guía, hasta que el me hablo, ¡señora, aquí esta lo que buscaba!
Lo mire y no podía creerlo ante mi estaba el espejo mas hermoso que hubiera visto nunca, era decididamente el espejo de mis sueños, le dije: ¡si, esto es lo que buscaba!; pero, ¿usted comó lo supo?, me sonrió y me dijo yo se muchas cosas con solo ver los ojos de las personas, ¿subimos?
Le pregunte si podía enviármelo y anotó mi dirección, cuando quise pagarle, me di cuenta que no tenía dinero, solo mi tarjeta, él me sonrió otra vez y me dijo que pagara al recibirlo, agradecí y me fui escuchando cascabeles en mi alma, en una gloriosa tarde pintada de azul por el trino de los pájaros y con la inmensa felicidad de haber encontrado un preciado tesoro
Unas semanas más tarde volví al lugar y ante mi asombro, no había nada solo un lugar cerrado y abandonado hace muchos años; pero buscando una hendidura mire hacia adentro y ahí estaba resplandeciente en su pureza la imagen de mi adolescencia; sonreí di gracias y volví a casa a mirarme en el espejo.

Acerca de la autora:
Paula Duncan

Por el ojo de la cerradura - Fernando Andrés Puga

 

Detrás de la puerta, pasos. Alguien que se acerca. Murmullos. Dos que conversan en voz baja. A juzgar por el timbre, un hombre y una mujer. ¿Acaso un niño? No. Esos jadeos no son infantiles, más bien sugieren dos cuerpos que se buscan, que se enredan. 
Un golpe; uno de ellos que se apoya contra la puerta. Se aceleran los jadeos. Sí, es una mujer y grita. Un extraño sonido sobre la madera, un chirrido que afloja los dientes, largas uñas que rascan con fuerza. Él que aúlla, se eriza, descarga. Al unísono caen sobre la alfombra del pasillo.
¿Y yo? De este lado me arrebato. Un olor que embriaga se desliza a través de la puerta. Con la espalda apoyada en la madera siento la otra espalda detrás. ¿Oirán mi presencia? Me levanto apresurado, golpeo a la puerta. Nadie. El silencio más oscuro reina del otro lado. Golpeo con más fuerza. Nadie. Y es en ese momento cuando decido mirar por el ojo de la cerradura.
Y veo.

Acerca del autor: 
Fernando Andrés Puga

viernes, 3 de julio de 2015

Al otro lado del arco iris - Adriana Alarco de Zadra


Hillary caminó siguiendo el sendero amarillo. Por la ruta encontró al hombre de lata y al espantapájaros. Viajó serena y cantando mientras afuera arremetía el vendaval. Los árboles la protegían con su sombra.
Finalmente llegó al otro lado del espejo. Era su otro yo que asomaba la nariz. No debía tener miedo del Mago de Oz. Avanzó, pero el hombre de lata llegó primero. Ahora se las vería él solo con el espantapájaros. ¿Se transformará este, por el arte de la magia o de la guerra en el lobo feroz?

Acerca de la autora: 
Adriana Alarco de Zadra

Terrorífico – Carlos Enrique Saldivar


—¡Por favor, ayúdame! —dijo Jaime.
—¿Qué hiciste esta vez? —preguntó Arturo.
—Maté al hombre invisible.
—¿Qué? ¿Dónde?
—En el parque.
—¿Cómo fue?
—Con el bate de béisbol. De casualidad.
—¿Cómo sabes que era el hombre invisible?
—Lo escuché quejarse y lo sentí, era delgado y pequeño. Cayó sobre el pasto y aplastó las hierbas.
—Pucha, ¿alguien te vio?
—No. No había personas cerca.
—¿Y «ellos»? ¿No te vieron?
—¿Quiénes?
—La gente invisible.
—¿Qué?
—Quizá había más personas invisibles por ahí, pues.
—¡No!
—Podrían tomar represalias.
—¡Mierda!
—¡Corre! ¡Huye de una vez!
—¡Auxilio!
Arturo se rió a carcajadas. De inmediato se dirigió a su casa, satisfecho del gran susto que le diera a su imaginativo amigo.
No escuchó los gritos.
Jaime solo había avanzado dos cuadras cuando fue cogido y destrozado por seres a los que no consiguió mirar. Y a los que nadie más vio vengarse.

Acerca del autor:
Carlos Enrique Saldivar

Y al final, se fue la señorita María Inés - Carmen Belzún


Amenazó, amenazó… ¡y cumplió! Yo no creía en su promesa de irse. Dejar todo, ir a meterse en una casita en la costa, empezar de cero… Porque era así: ¡de cero! Pedir el traslado era fácil; conseguirlo, más o menos; aceptarlo… ¡eso era lo jodido! Casa nueva, vida nueva. Otros amigos, otros compañeros de trabajo, otra vida. ¿Valía la pena? Ella creía que sí. Y nosotros, al principio, también. Sobre todo cuando la veíamos acercarse de la mano de él. El marido ¿quién iba a ser? No era ni lindo ni feo; alto como ella; el pelo medio rubión; sonrisa fácil. Siempre la acompañaba a la mañana, tempranito, ¿te acordás? Llegaban como dos novios. Así los llamábamos. Un besito delicado en los labios (un piquito, bah) ¡y a empezar la jornada! No sé de dónde apareció el proyecto; pero lo cierto es que ella nos comentó que querían mudarse a una casa frente al mar. Ella iba a pedir el traslado de su cargo titular, él iba a pedir que lo mandaran a otra sucursal de la fábrica. Fácil ¿no? Sí, si hasta nosotros lo entendíamos. ¡Tampoco éramos tarados! Sólo chicos. Y de pronto nos convertimos en compañeros incondicionales. Le preguntábamos por los trámites (¡como si supiéramos!), le dábamos aliento (¡lo único que podíamos!); una vez, aparecimos con un suplemento de viajes y paseos dedicado al partido de la Costa. Durante todo el año nos esforzamos por darle ánimo sin dejar en evidencia nuestras dudas. ¿Valía la pena dejar todo por acompañar a su hombre? ¿Sería feliz tan lejos de sus seres queridos? Cierto que él era el más querido… entonces ¿así terminaba todo? Su carrera, sus afectos, su vida; todo se limitaba al mundo que él le ofrecía. Nos resultaba raro. En realidad, ahora me doy cuenta de que repetíamos palabras de los adultos. Eran comentarios que hacían los viejos, todos: padres, algún que otro abuelo, las otras señoritas de la escuela. Había desconfianza en sus voces e, indudablemente, los pronósticos eran desfavorables. Pero ella cumplió. Con la exactitud de las ecuaciones que quería enseñarnos. Ella se fue. No le importó que le pidiéramos que se quedara (en verdad, fue una actuación más que un deseo). No le importó que la situación se presentara tan en contra. O, a lo mejor, aceleró el trámite por eso. No lo habló con nadie, sólo se fue. Sí, se fue de noche, sin avisar, sin despedirse; primero pidió una licencia por enfermedad, ¡todos lo entendieron! Y después se colgó de una viga del quincho. Una semana antes, el marido la había abandonado.

Acerca de la autora:
Carmen Belzún