Ya sabía yo que en cualquier momento
me iba a tener que hacer cargo de mi hermano. Desde que mi madre me
dijo con sonrisita compradora “Ya estás grande Naza”, lo cual
significa “hacerse responsable”. Y el día llegó; un domingo,
después de comer la pasta rellena con estofado.
—¿Qué te parece si llevás a Pochi
a dar una vuelta?
Tenía ganas de decirle que no. Que me
da vergüenza salir a caminar con Pochi de la mano. Que Pochi hace
mucho ruido y habla hasta por los codos, y a mí me gusta andar en
silencio y mirar todo alrededor, especialmente a los pájaros
mientras estiran sus alitas y picotean sus plumas. Esconderme y
quedar inmóvil detrás de los árboles, es algo que sé hacer bien.
Practiqué mucho hasta conseguirlo y eso me pone feliz, pero hay que
quedarse muy quieto y olvidarse del tiempo, ni siquiera se puede
pestañear, porque las aves son muy sensibles y temerosas, sobre todo
de los humanos, que las meten en jaulas, hasta que ellas deciden
morir para poder ser libres. Eso siempre me pone triste. Pochi no
puede entender estos sentimientos, terminaría por hablarles o
gritar, quizás provocarles un soponcio con su risa descontrolada, es
cuando tengo que pellizcarlo para que se detenga, pero a veces, creo
que se me va la mano, se pone a llorar, y como dice mamá “es peor
el remedio que la enfermedad”, así que mejor no lo pellizco.
Pochi se ve rosado y sonriente. Se nota
que está feliz de salir conmigo, y me toma fuerte de la mano. Hace
mucho frío para ser otoño. Mamá le puso gorro de lana, guantes y
bufanda, y me obligó a usar una campera bien abrigada. A mí no me
gusta porque no puedo trepar, entonces tengo que sacármela, pero
mamá se enoja, porque la última vez que lo hice, dejé la campera
al pie del árbol y desapareció; como si se la hubiese tragado la
tierra.
Durante la siesta, el barrio se ve algo
extraño, silencioso, como si fuera otro. Me gusta porque parece una
ciudad desierta, como una película que vi en la tele, donde la gente
fue abbb… no se cuanto, o sea, se las llevaron los extraterrestres.
Yo me imagino que soy el único que queda en la ciudad, y en todo lo
que podría hacer estando solo, sin mamá, papá, Pochi, o los
vecinos. Por ejemplo, sacar golosinas de los kioscos, gaseosas,
helados, correr en medio de la calle sin que me toquen bocina o me
digan una palabrota como “mirá por donde andás bobo” y mamá no
tendría que entristecerse cuando se lo cuento. También podría
hamacarme fuerte, muy fuerte, hasta tocar el cielo con la punta de
los pies.
Pochi me tironea de la mano para cruzar
la calle y no me deja pensar en las cosas que me gustan. Me señala
el poste con luces de colores que tiene la verde encendida, y yo le
respondo haciendo ruido con mi lengua, para que sepa que me desagrada
que tire tanto de mi mano.
Es hermoso el otoño. Las hojas cambian
y se ponen más lindas. Algunos árboles de la cuadra tienen hojas de
tres colores, que van del amarillo al colorado, y yo las recojo para
pegar en los cuadernos, en las paredes de mi cuarto, y a veces, las
pongo bajo mi almohada o hago un ramillete para mamá.
—Naza, vamos por la calle Moreno…mamá
dijo…
—Vamos por donde yo quiera —le digo
molesto y sin saber por dónde seguir.
Miro para todos lados y nada es igual.
No son las mismas casas, ni los mismos árboles.
Naza hace un pucherito y dice:
—Mamá no nos va a dejar salir juntos
nunca más si nos perdemos.
—¿Mamá no dice que ya soy grande?
La última vez soplé treinta velitas.
Tengo miedo, pero no puedo decírselo a
Pochi porque se va a asustar, y yo soy su hermano mayor, es lo que
siempre dice la gente.
—Está bien, Pochi, llevame a casa,
no quiero que mamá nos rete.
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