sábado, 28 de noviembre de 2015

Otro Apocalipsis – Sergio Gaut vel Hartman


Se encuentran Adolf Hitler y Jorge Luis Borges en el Tiegarten de Berlín. El nazi, que no tiene mucha idea de quién es el escritor, empieza a hablar pestes de los judíos.
—Un momento —lo ataja Borges— usted debería tener en cuenta que el mundo es una creación de los judíos.
—¿Qué le dije? —se exalta Hitler—. ¡La sinarquía internacional! ¡La banca Rotschild! ¡Corrupción hebrea en todas partes! ¡Hay que matarlos a todos!
—Me parece que no entiende —insiste Borges mirando al führer a los ojos, ya que en este cuento el escritor ve perfectamente—: crearon el mundo; lea el Génesis, interiorícese en la Cabalah
—¡Soy ateo! —vocifera Hitler.
—Yo también —replica Borges—. Pero nuestro ateísmo no puede evitar el enojo de Yahvé; ahora vea lo que sucede por su culpa.
En efecto: las estrellas del firmamento, que hasta entonces habían brillado con inusual intensidad, empezaron a apagarse.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Fluentes e hiperdensos – Daniel Alcoba


Un fluente es expansionista acabado, para él cualquier monte es orégano. Por eso la infantería gaseosa de Fluencia, anodina Fenicia del arrabal de Orión, llegó como una plaga al sistema Alfa de Centauro, que ocupó en una especie de Blitzkrieg, igual que una flatulencia se adueña del vacío de un recipiente, o del olfato de una criatura sensible.
Follón 8º, el sátrapa que pretendió tomarse la revancha de los hiperdensos de Macizia, cercó a los macizos en el cúmulo globular Omega Centauri. Y apenas hubo completado el sitio, o más bien situado a sus astronaves en muy aceleradas carreras orbitales alrededor de la estrella binaria Macizia y de los siete planetas que habitan los macizos; envió una avioneta fotónica que hizo sonar el himno patriótico fluente en cada globo. Los hiperdensos oyeron la campana pero sin enterarse de por qué sonaba. Y de la invasión fluente ni noticias tuvieron.

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Condenado - Armando Rosselot


Después de analizar la situación le dio a beber un té con un calmante, la ató fuertemente a la viga y le explicó como desatarse. Salió afuera y cerró la puerta de acero reforzado. Si Paula tenía suerte sobreviviría, pensó. Tomó los prismáticos y trató de ubicar la nube al noreste de la cadena de cerros. Ahí estaba, acercándose vorazmente hacia ellos. Tomó un cigarro roto de su bolsillo y lo encendió, no sin antes lanzar los prismáticos lejos. Y, al igual que un condenado a la silla eléctrica, se lo fumó apresuradamente.

Acerca del autor:
Armando Rosselot

Como una loca en el andén - Köller


Bajé del tren, ella seguía ahí sentada con la mirada perdida; no sé ya cuántas veces la había visto, quizá desde que tengo memoria. Silenciosa; pasaba desapercibida como si formara parte del paisaje de aquella antigua estación. No era la primera vez que me cautivaba: su belleza casi dolorosa y su misticismo indescifrable solían robabarse mi atención. ¿A quién espera? ¿Por qué no se sube a ningún tren?
Me detuve apenas un segundo después de que el tren partió; le dirigí una mirada que ella ignoró como si no se hubiera percatado de mi existencia. Mejor, pensé; de alguna manera preferí evitar que sus ojos me incomoden como aquella tarde en la que tuve que huir despavorido: al igual que la mayoría de los seres humanos, tengo cierta tendencia a la discriminación; miedo, esa fue la sensación que me obligó a escapar: por algo estaba siempre sola, inmutable, mirando el mundo pasar.
Caminé hacia ella con sigilo, mirando alrededor para asegurarme de que nadie me viera; a medida que me acercaba fui sintiendo un golpeteo en el pecho: los latidos crecían al ritmo de mis pasos. Enseguida recordé una charla entre dos viejas que hablaban sobre la loca del andén; como si se tratara de un personaje famoso; una celebridad invisible.
Como pude me acomodé en un banco cercano; ella permaneció igual: con la vista clavada en las vías como si estuviera esperando algo; quién sabe qué. Se balanceaba silenciosa; contemplativa e inmersa en un vaivén interminable.
―¡Basta! ¿Qué te pasa? ―me dijo apenas sintió la energía de mis ojos.
―Nada ―atiné a responder intentando evitar que el pánico me llevara puesto otra vez―, a mí no me pasa nada.
Bajé la vista con rapidez para evadirla; como si quisiera ahorrarle un mal momento a mi consciencia. Imposible: ¿Qué hacía yo ahí? ¿Qué buscaba tomándome cada día un nuevo tren que no conduce a ningún lado? Una respiración profunda bastó para darme cuenta de que ella me miraba; sin embargo, se escapó de repente apenas se percató de mi actitud. Aproveché la situación para observarla una vez más: las marcas que el tiempo le había dejado en el alma le surcaban el rostro combatiendo su belleza; en el suelo, la mochila cargada de sueños y frustraciones; y a su lado, un eterno compañero: el silencio.
El bocinazo de un tren me trae de nuevo a la tierra; ya no sé cuántos habré dejado pasar, de hecho, a esta altura me tiene sin cuidado; puede que lleve años sentado ahí, formando parte del paisaje de una vieja estación abandonada; inmutable, mirando el mundo pasar como una loca en el andén.

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Cuentos misóginos con moraleja. Hoy: Cenicienta - Daniel Frini


Había una vez una niña muy hermosa, huérfana de madre y cuyo padre casó en segundas nupcias con una malvada, que hizo de la pequeña una sirvienta. Todos conocemos el cuento ¿verdad? Lo cierto es que la versión más difundida contiene algunos errores. En primer lugar, no hubo zapatito de cristal; sino unas sandalias skippy de plástico transparente que, tal como descubrió el príncipe cuando casó con la doncella, una vez superado el affaire del baile en el palacio, despedían un atroz olor a patas. Por otra parte, la niña, si bien no era fea, tampoco era una belleza digna de Play Boy. Cinco años y cuatro hijos después, fue ella la que se transformó en una calabaza de unos 150 kilos. 
Moraleja: cuidado niños, sigan solteros hasta los cuarenta, como mínimo. Huyan de las hermosas. Además, siempre están mejor sus hermanas.

Acerca del autor:
Daniel Frini

martes, 24 de noviembre de 2015

Descuido fatal – Sergio Gaut vel Hartman


El aspecto del hombre era lastimoso, como si acabara de regresar del frente de batalla. Pero eso no explicaba su descomunal angustia. Las mujeres nunca habían sido un tema importante para él; las atraía como la miel atrae a las moscas, y si por algún motivo una chica se le pegaba demasiado, encontraba un medio para sacársela de encima después de conquistarla. Ahora mantenía la vista fija en la estática de la pantalla vacía, mientras el código secreto destellaba como si se tratara de una tortura institucional. Casanova tendría que aceptar que la dama más apetecible iba a ser poseída por otro. Y no cualquier otro: los invasores hermafroditas del planeta Strudixck ignoraban que pudiera haber dos sexos en una misma especie, por lo que no solo estaban a punto de apoderarse de la Tierra, sino que además iban a liquidar a todas las hembras de puro ignorantes.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Cambios en la programación – Fabián García


Lo aplastó un auto: el chofer iba mandando mensajitos de texto. Él, que iba hacia el supermercado, quedo abierto sobre la avenida. Temblaba. Abría y cerraba la boca, como los pescados. La sangre que perdía iba hacia el cordón de la vereda, y la gente la seguía con los ojos. ¡Era tan roja! El tipo que se moría en el suelo, apretando en la mano la lista de las compras, les pareció más divertido que lo que mostraban en la tele. 

Acerca del autor:
Fabián García

El berenjenal - Héctor Ranea


—¡Lo parió! ¡Qué lío que se armó esa noche, don Ramiro! Le juro que varios pensamos que se nos venía la sombra eterna —dijo Aparencio, el mecánico de cosechadoras.
—Sí; me han contáu. Lo que no me alcanzan las entendederas es para comprender si son cosas quiace la ginebra o cosas que sucedieron, nomás.
—¡Qué van a ser de la ginebra, don! Todo es más real que mi madre.
—¿Lo de la lechuza, los cuervos, el compadrito y la comparancia?
—¡Pero mire que había sido desconfiado! ¡Claro que sí, el compadrito ése, el poeta!
—¡Y qué quiere! Tiene razón la lechuza… Todos le cantan al cuervo: cuervo de acá, cuervo de allá. ¿Dígame: usté vio alguna vez un cuervo? ¡Acá hay lechuzas, amigo! Por eso digo: la lechuza tiene razón de estar enculada. Así que cuando vino a cantárselas al compadrito, nunca mejor dicho en criollo: le cantó la justa. O sea.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

La peste - Luciano Doti


Martín Fierro y Cruz atravesaron buena parte de la pampa hasta llegar a las proximidades de una toldería en el desierto. Pese a que ya era de noche, la luna llena les permitió ver a un indio comiendo de una vaca que yacía junto a él. Se apearon de sus caballos y se acercaron con la intención de ser convidados al festín. Entonces, acortando la distancia, vieron que más que comer bebía su sangre.
El indio no era sociable, tomó su lanza de madera y ensayó un tiro contra los gauchos; no tuvo buena puntería; furioso se abalanzó contra ellos. Fierro, diestro tanto para el combate como para templar la vigüela, lo lanceó en el pecho, justo en el corazón. El indio murió atravesado por su propia lanza; al morir se hizo polvo ante la mirada atónita de la yunta de renegados.
Enseguida se encontraron rodeados por otros indios, los cuales los tomaron cautivos como se estilaba en esa época, para ofrecerlos como moneda de cambio en caso de que hubiera aborígenes prisioneros de los cristianos. Fueron llevados a la toldería, donde a los pocos días comenzaron a notar que una peste aquejaba a muchos de los que habitaban ahí.
Cruz cayó enfermo y murió. A Fierro se le permitió enterrarlo. En eso estaba, durante el atardecer, cuando vio a una cautiva, extraordinariamente blanca, que era trasladada de un toldo a otro.
La jornada siguiente, se las ingenió para volver a verla. De cerca la notó bella, la consideró una dama capturada en algún malón. Tanto ella como el indio con el que había pernoctado evitaban la intemperie en las horas diurnas.
La peste seguía avanzando sobre ellos. Los indios sanos culpaban a los cristianos por tal situación, los acusaban de cometer brujería.
Fierro se sabía inocente, pero estaba lejos de conocer la verdad. Ignoraba que la cautiva de origen chileno descendía de un antiguo linaje que, en tiempos de colonialismo español, había tenido en su país contactos con un noble transilvano vinculado a la Casa de Habsburgo; y era obvio que un gaucho nunca leyera a Polidori o Le Fanu.

Acerca del autor: 
Luciano Doti

Maltratada - José Vicente Ortuño


—Mi marido quiere matarme —le dijo la mujer al policía.
—¿Tiene pruebas?
Ella le mostró los moratones que tenía por todo el cuerpo.
—Esto hay que solucionarlo de una vez —dijo él.
—¿Lo van a detener? —dijo ella anhelante.
—No —respondió.
Desenfundó la porra y la golpeó con saña hasta matarla.
—¡Zorras, todas sois iguales! —exclamó jadeante.

Acerca del autor:
José Vicente Ortuño

viernes, 20 de noviembre de 2015

La fe y las montañas - Augusto Monterroso


Al principio la fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.

Acerca del autor:

Tabú - Enrique Anderson Imbert


El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
—¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
—¿Zangolotino? —pregunta Fabián azorado.
Y muere.

Acerca del autor:
Enrique Anderson Imbert

Desiste - Franz Kafka


Todavía era muy temprano, las calles estaban limpias y vacías; yo iba hacia la estación. Al comparar el reloj de una torre con el mío, vi que era mucho más tarde de lo que pensaba, no tenía tiempo que perder.
El susto provocado por este descubrimiento me hizo dudar del camino, todavía no estaba muy a gusto en esta ciudad. Felizmente había un policía por allí cerca, corrí hacia él y le pregunté, ahogado, por el camino. Él sonrió y dijo:
—¿Y es a mí al que vienes a preguntar por el camino?
—Sí —respondí yo—, porque no soy capaz de encontrarlo solo.
—Desiste, desiste —dijo él y giró sobre sí mismo con un movimiento largo y brusco, como el que realizan las personas que desean quedarse a solas con su sonrisa.

Acerca del autor:

La salvación - Adolfo Bioy Casares


Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" —sin duda estaba pensando el tirano— "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría.
—Por humildes que sean —dijo indicando al pájaro— hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros.

Acerca del autor:

Por escrito gallina una - Julio Cortázar


Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente cohete lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a.
Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.

Acerca del autor:
Julio Cortázar

lunes, 16 de noviembre de 2015

Patear el tablero – Héctor Ranea


—Tal vez te diste cuenta —grita la Muerte, disfrazada de Bengt, a Antonius Block— y te niegas a aceptarlo. Si llevo mi Dama al escaque del Caballero, es jaque mate.
Y dicho y hecho. Mueve su ficha displicentemente con su mano invisible. Ríe exultante:
—¡Jaque mate!
—¡Pero esto es un juego de truco, imbécil! —grita el Caballero, tirando sobre la mesa el ancho falso de Copas. Endgame.
Nada que hacer para la Muerte. Deberá esperar a que pasen otra vez la película en el Canal de los Sollozos Hundidos.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Elainam - Jorge Ariel Madrazo


Elainam siempre me había resultado una chica extraña. Cuando me miraba yo tenía la sensación de que estaba dándome la espalda, lo que, de ser cierto, habría sido una atroz descortesía. Muy pocas veces sacaba las manos de los amplios bolsillos de su tapado verde; cuando me extendía los dedos fláccidos o revolvía el azúcar en el café, me ponía en la obligación de recomendarle la urgente ingesta de vitaminas: aquellas prolongaciones semejaban alambres achicharrados por alguna descarga voltaica tan eigmática como impiadosa. Pero era casi bella en su singular atractivo que me acicateaba un deseo raro, como de otro mundo (debo confesar que me atraían, sobre todo, sus pechos turgentes). Elainam era, agrego, una lectora voraz: devoraba uno tras otro los video-libros, aunque aparentara leer con la nuca.
Y bien, se la hago corta, amigo; esta historia es demasiado dolorosa para mí. Cierta noche infausta me atreví a abrazarla: al ceñirla con mis manos ávidas comprobé, atónito, que Elainam ostentaba del reverso otro par de pechos. Al volverse enseguida hacia mí, desbordando ternura, advertí horrorizado que tenía también otro rostro, o quizás otra espalda. ¡Ambos lados eran idénticos! No pude contener un grito de horror. Elainam me alejó de un empellón, llorosa y ofendida: “Es lo que hay”, me dijo trémula. “Las chicas de Ganímedes somos así.” Y se fue, como quien se desangra. Aun no pude sobreponerme a esa ruptura con la mujer, o lo que diablos fuera, que quizás me hubiera amado como ninguna.

Acerca del autor:

Historia sintética - Lilian Elphick


Primero, me acechaban; luego, me atacaban en plena noche, envolviéndome, asfixiándome; se enrollaban en todo mi cuerpo y yo sudaba el sueño de los infames, intentando vanamente asirme a la mesita de los libros o a la cabecera, pero ellas me jalaban con una fuerza titánica.
Olían mal cuando se acercaban a mi boca y se introducían para sellar mis gritos. La de abajo, me lamía obscenidades; la de arriba, batía su lengua blanca y áspera.
Las maté de día y destruí su perfección estirada: varios tajos y desgarraduras. Fui al baño a lavarme las manos. Comenzaba a deshilacharme.

Acerca de la autora:
Lilian Elphick

Experimento fallido - Daniel Antokoletz


Llueve. Eso no es extraño, es normal que llueva. Lo raro es la manera en que llueve. Desde mi ventana, veo los gotones, perfectamente esféricos, que caen con exasperante lentitud. Parece que la gravedad les afecta poco. Aunque lentas, las gotas golpean con violencia el piso elevando pequeñas columnas de agua que, con la misma parsimonia que suben, se dividen en nuevas gotas y vuelven a caer.
Salgo a la calle. Me paralizo al observar un pájaro estático en el aire. Un momento. ¡No está estático! Está volando, pero con movimientos tan lentos que no parece moverse. El tiempo. Algo sucedió con el tiempo. Miro el segundero de mi reloj y tarda una eternidad en dar una vuelta a la esfera.
Mi vecino, protegido por su ridículo paraguas de colores, espera para cruzar la calle a que pase un auto que apenas se mueve. No. Está cruzando. Su pie se movió unos centímetros desde que comencé a observarlo. Dando la vuelta a la esquina, sentado en uno de los bancos de la parada de colectivos, un muchacho me observa. Me saluda con una inclinación de cabeza y sus movimientos son normales. Con una voz musical me dice:
—Asombroso ¿no?
—Evidentemente, no soy el único al que le afectó el cambio de escala temporal.
—¿Eh? —Me mira extrañado.
—Sí, seguramente, los experimentos que estaba realizando, provocaron algún tipo de anomalía en el tejido espaciotemporal.
—No, mi amigo, está equivocado. Lo estaba esperando. Soy su guía. No queremos que se pierda.
Lo miro. Parece uno de esos religiosos insidiosos.
—¿Guía? —le digo—. Vivo a pocas cuadras de aquí. Y mi laboratorio queda en esta misma manzana —termino diciendo mientras doy media vuelta y me dirijo hacia mi laboratorio.
El religioso me sigue. Unos metros detrás, pero me sigue.
Apuro el paso y entro al edificio. Con el asombro de la situación había dejado la puerta abierta. Apenas entro al laboratorio, noto que algo anda mal... muy mal. Todo está medio destruído. Como si algo hubiera explotado. Me sobresalto. En la esquina junto a la puerta, observándome un calma beatífica, está el muchacho:
—Le dije. Soy su guía. Estoy aquí para que no se pierda.
Cuando termina de hablar, me señala con la mirada la voluminosa figura del generador magnético.
Del otro lado del aparato hay un cuerpo. Me acerco y observo que es mi cuerpo destrozado por la explosión.
En silencio me paro frente a mi guía y, simplemente, le digo:
—Vamos.

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Perdidos - Enrique Tamarit Cerdá


Emergió desde las profundidades en poderoso movimiento vertical, con tal ímpetu que se elevó varios metros sobre la superficie. Suspendida unos instantes en el aire emponzoñado, aquella majestuosa mole oscura fue declinando lentamente, hasta irrumpir con estrépito y desaparecer en las cálidas y turbias aguas. Desde su frágil embarcación envuelta en una perenne atmósfera parda y crepuscular, Mahmoud ibn Barak (El querido por todos), ajeno al origen de éste y otros asombrosos fenómenos recientes, acababa de contemplar la colosal pirueta de la última ballena boreal.

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jueves, 12 de noviembre de 2015

El momento crítico del juego - Sergio Gaut vel Hartman


A Betina

Me gustaba jugar, o por lo menos me había gustado al principio. Los nuevos recursos informáticos facilitaban las cosas de tal modo que no resultaba complicado mantener tres o cuatro relaciones simultáneas, manipulando las expectativas de los hombres que me escribían, ilusionados por la posibilidad de conocer a una mujer como yo. Lo hice durante varios meses, y hasta llegué a encontrarme con algunos de ellos en cafés y confiterías. Pero mientras fumaba, con los ojos entrecerrados, descubriendo las mentiras de las fotos retocadas o los parches de papel y niebla de esas pobres vidas, me preguntaba si alguna vez, si en algún momento, hallaría al que estaba buscando. No, me dije muchas veces; esto es lo que hay. Hombres turbios y lastimados, muchos de ellos buenos tipos que descubrieron tarde que la vida puede ser otra cosa, que para vivir una relación de fantasía hay que atreverse a volar.
Pero un día todo cambió. Lo conocí a él, el hombre diferente que estaba esperando. Me invitó a vivir una aventura de otro orden, a embarcarme en un viaje sin rumbo. No garantizaba nada, pero yo no pedía garantías; me alcanzaba con el vértigo de intuir que era posible, otra vez, sentir con intensidad. No diré que era una relación perfecta, porque estaría mintiendo, pero era rica, estimulante, visceral en muchos aspectos, peligrosa en otros. Avanzamos. Intentamos construir algo.
No obstante, los mensajes de los otros seguían llegando. Miguel. Viudo, 59 años, buena situación económica. Escribano. Culto. Quiero conocerte. Esteban. Separado. 63; ardiente y creativo. Soy deportivo y atlético. ¿Nos vemos?
—Uno más —le dije para provocarlo. El humor es uno de nuestros mejores recursos. Y para llegar al humor, la provocación es un método excelente.
—¿Te sentís atraída?
—¡Claro! Podría ganar con el cambio.
—Adelante, entonces. ¿Qué te detiene?
—¡Tonto! Ya sabés que no me interesa. Que solo estoy jugando.
—Podrías seguirle la corriente y comparar…
—No necesito comparar. —Hice una pausa. Necesitaba unos segundos para golpear de nuevo—. Ya lo borré.
—¿Lo borraste?
—Lo eliminé. Delete. The end.
—¡Pobre!
—¿Te da pena?
—Y… un poco. Perderse un bombón como vos…
—Exagerado.
—¿Cómo dijiste que se llama?
—Se llamaba. Federico, creo. Era de Recoleta.
—Se llama. Todavía no se mudó, ¿no?
—Bueno, pero lo borré.
—Qué casualidad. Tengo un amigo que se llama Federico y vive en Recoleta.
—Este era abogado. Tenía 62. Miralo al anciano, tratando de levantar pendejas.
—¿Abogado de 62? Más que casualidad. Mi amigo también tiene 62 y es abogado. Fuimos juntos al Nacional.
—Lástima que lo liquidé. Hubiera sido lindo comparar más datos. ¿Y si fuera tu amigo?
—Linda paradoja: mi amigo tratando de levantarse a mi novia. Y siendo pateado en el intento.
—Bueno, no lo sabía —le dije.
—Pero se lo podría decir.
—¿Harías eso? Es un poco cruel.
—Bastante. Pero no estaría mal reproducir las bromas que nos hacíamos en los tiempos del colegio.
Me quedé pensando en las casualidades y coincidencias. Y no volvimos a hablar del tema en los tres días siguientes. Pero cuando retornamos al tema las cosas habían cambiado drásticamente.
—Murió Federico.
—¿Quién?
—Federico. El que quería conocerte.
—¿Era tu amigo, nomás?
—Era. Y murió el día que lo borraste.
—¿Estás hablando en serio? —El asunto empezaba a gustarme un poco menos.
—Hablo en serio. A mí tampoco me gustó enterarme de eso —agregó, como si me estuviera leyendo el pensamiento, algo que hace con demasiada frecuencia.
—¿Estaba enfermo?
—No, eso es lo raro. Murió, dice la hija, como si lo hubiera fulminado un rayo. Estaban cenando.
Creo que si me hubiera mirado al espejo en ese momento me habría espantado mi palidez. —Lo borré a las nueve y media, me parece —murmuré.
—Sí, más o menos. ¡Qué casualidad!
Corté la comunicación. Lo que había empezado siendo un juego inocente empezaba a adquirir tintes sombríos. Revisé el historial de los candidatos borrados en las últimas dos semanas e hice un listado, tratando de recopilar la mayor cantidad de datos que fuera posible. No resultó sencillo, ya que por lo general solo conservaba el nombre o un seudónimo. Sin embargo, conseguí bastante información de todos aquellos con los que había llegado a chatear y de los últimos con los que me había encontrado en persona. Aún antes de verificar nada, un sudor frío me recorrió el cuerpo. ¿Qué había hecho? En su momento disfruté el instante del delete, pero sé que no lo hubiera hecho de haber imaginado, siquiera remotamente, que podía hacerle daño a alguien. La investigación arrojó los resultados temidos: todos los hombres que yo había borrado en las últimas semanas murieron trágicamente el día en que los eliminé. Hablé de inmediato con mi terapeuta y le pedí que adelantáramos la sesión; no le di explicaciones y me pregunté cómo haría para soportar la espera. La soportarás  pensando, dijo ella.
—Es una mera casualidad —Mi amor trató de sacarle presión al asunto cuando hablamos por teléfono aquella noche—. No te preocupes.
—No me preocupo —le respondí—; me ocupo. Trato de encontrarle una salida a esto.
—Hmmm —dijo él—. Debe haber una explicación en alguna parte. El universo es sincrónico, y es tu teoría, no la mía. Si ocurrió, debe ser por algo. Yo buscaría por ese lado.
No está mal, me dije. Si lo elegí es porque tiene cerebro, Y yo, además de cerebro, tengo algunos otros atributos. Claro. No está mal. ¿Por qué no? Por primera vez en varios días me permití sonreír. Es una señal, claro que lo es. Una señal muy clara, luminosa. No fue casualidad, ¡por supuesto que no!
Hice lo que debía: una lista, otra lista. Empecé a rastrear a ciertos y determinados políticos y empresarios. Cebé la trampa. Solo tenía que esperar que los ratoncitos empezaran a caer en ella.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Mejor que hacer es recordar – Sergio Gaut vel Hartman


—Crezcan y multiplíquense —dijo el Poeta, y miles de diositos salieron de las páginas del Libro y se metieron en los hormigueros y en las madrigueras y en todos los agujeros que encontraron y crearon millones de universos paralelos basados en los versos que recordaban malamente. Pero al cabo de algún tiempo se pusieron a escribir narraciones luego de beber el jugo de la manzana del mal y el Poeta los castigó y les retiró la inmortalidad, la invulnerabilidad y la invisibilidad, por lo que tuvieron que vagar por el mundo desprotegidos y en pelotas. Siempre temerosos, siempre temblorosos, los diositos sabían que sus días estaban contados. Y contaban bien, porque solo habían transcurrido 345.545.234 días, cuando Gutemberg Hormiga inventó la imprenta de ocho patas, se la tiró por la cabeza y los aplastó a todos.

Acerca del Autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Omisión fatal - Sergio Gaut vel Hartman


Fue a la Velada Literaria de Lilita Carreta con la serena convicción de que sería la estrella de la noche. Pero leyeron ficciones de Galeano, Arreola, Ranea, Monterroso, de la Serna, Hemingway, Bentivoglio, Lagmanovich, Saldívar, Nassr, Ramos Signes, Avilés Fabila, Brasca, Shua, Bernal y Frini, pero a él, Amadeo Meteosat, el humilde personaje de "Ferrari a toda marcha", una microficción de 149 palabras pergeñada por Brian Tylor, ni lo nombraron.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Desaforismos – Sergio Gaut vel Hartman


El poeta despertó. Se había quedado dormido a la sombra de un frondoso roble. A su lado, abierto en la página 149, estaba el libro de refranes que estaba leyendo cuando se quedó dormido. No sabía por qué lo eligió: era una colección de vulgares mediocridades, lecciones de vida para reforzar la cobardía de los que no se atreven a moverse, los que no se arriesgan a disfrutar la fragante libertad.
—¿Estoy equivocado? —le dijo al gorrión que buscaba semillas y lombrices a un metro de su mano.
—Estás en lo cierto —respondió el gorrión. El poeta no se sorprendió de que el gorrión le hubiera contestado. Más aún, desestimó la posibilidad de atraparlo, se puso de pie, extendió los brazos, y voló en busca de los otros cien gorriones parlanchines que lo esperaban en el aire, deseosos de iniciar una conversación que les permitiera, juntos, demoler las idioteces del refranero.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Dalí contemplando una acuarela de Hitler – Sergio Gaut vel Hartman


A pesar de ser mellizas desde su nacimiento, Nusaa y Sunaa se conocieron en el sauna del hotel Asuan de Nasau, Bahamas, el 25 de noviembre de 2017. Está de más decir que la empatía fue instantánea.
—Solo estaré aquí algunas horas —dijo Sunaa—. Pero sé que te amo y que te amaré por el resto de mi vida.
—No podemos amarnos —replicó compungida Nusaa—. Lo prohíbe el decreto de necesidad y urgencia número 25582/17.
—En este lugar no rigen las leyes; estamos en el séptimo subsuelo, tan cerca del infierno que me dan ganas de cantar boleros.
—¿Será por eso que el tiempo discurre lento como la miel?
—En efecto. — Nusaa se metió un dedo en la narina y sacó un trozo de mortadela con pistacho—. Cuando subamos al nivel del suelo el mundo habrá desaparecido.
Subieron por las escaleras; el mundo ya casi había desaparecido.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

domingo, 8 de noviembre de 2015

Diagnóstico definitivo- José Manuel Ortiz Soto


El médico rasgó el sobre y comenzó a leer en silencio el reporte del laboratorio. Luego de una larga pausa que al afligido padre le pareció una soga en el cuello, dijo con voz grave: La enfermedad de su hijo está muy avanzada y nada podemos hacer, lo siento.
Geppetto comenzó a llorar y a maldecir a las termitas.

Acerca del autor:
José Manuel Ortiz Soto

Un cuento más - Sergio Fabián Salinas Sixtos


Llegué a París de vacaciones con un morral y mi ejemplar manoseado de Rayuela bajo el brazo. El morral contenía: una muda de ropa, una libreta de apuntes, estilográfica, un frasco de tinta verde y un guijarro blanco. La piedra era una ofrenda del jardín de mi casa para la tumba de Cortázar. En un café ordené: un croissant y café con leche. Desplegué el mapa de París sobre la mesa y busqué con avidez el Pont des Arts: "¿Encontraría a la Maga?". Sabía que no; pero sería delicioso soñar despierto: hallarla y hablar con ella hasta que París sea una fiesta.

¡Por poquito! - Claudio G. del Castillo


Buenos días buenos diítas, Martica. Oye, espero que hayas dicho en la oficina que estaba enferma. ¡Uy, si es que no me contengo, no me contengo! Ese Carlos es un semental, para que sepas...
Lo que sé es que marcaste el número equivocado. Soy Agripina, la jefa de Personal. ¿Quién demonios habla?
¡Ñiiif!
Clic.

Acerca del autor:
Claudio G. del Castillo

Sábila - Jaime Arturo Martínez Salgado


A la memoria de Juanita Romero Scott.

La joven pintora entró, decidida y optimista en aquel parque descolorido y gris. La esperaba su amante. En sus manos llevaba envuelto su último cuadro, una sábila que había escogido como modelo. Al verlo sentado en la banca de siempre, retiró la envoltura y con él de frente, caminó despacio a su encuentro. A su paso, todo copiaba los tonos verdes del cuadro, los árboles y las secas plantas se tiñeron de verde almendra, de verdejade, de verde lirio, de verde mirto, de verde musgo, de verdepensamiento y la estatua del prócer sonrió.

Acerca del autor:
Jaime Arturo Martínez Salgado

miércoles, 4 de noviembre de 2015

En la isla de Horacio - Roberto Yamakata


El mensajero del correo privado le pregunto al surubí. El surubí lo envió con el yacaré, quien le sugirió preguntase a tres hombres que estaban sentados en un banco hamacándose. Los tres hombres extraños lo enviaron a un botero que estaba herido y lo transportó a la isla de Horacio. 
Era Horacio Quiroga que había encargado vino y queso. En la isla gozaba de eterna juventud, pero no podia abandonarla jamás. El mensajero lo vio sentado de espaldas, pescando frente al río. Horacio, sin volverse, le indicó que dejase el pedido, y el mensajero se fue por donde vino, pensativo.

Acerca del autor: 
Roberto Yamakata

La maldición - Omar Chapi


La tarde caía lánguida sobre la ciudad, dándole ese aspecto de nostalgia que tanto extrañaba. En la biblioteca, el abandono parecía más denso que en cualquier otra parte de la vieja casona; caminó entre los estantes llenos de libros cubiertos de polvo; no podía negarlo, amaba este lugar que por mucho tiempo fuera su guarida, hasta que se vio obligado a partir, como todos, huyendo de la maldición. 
El cabello atado en una trenza le llegaba a la cintura y, aunque tenía años cuidándolo y dejándolo crecer, lo odiaba; pues, era el símbolo de aquella esclavitud absurda de la que en vano había intentado huir. 
Se detuvo ante el archivador; buscó con ansias, hasta que encontró el arma. 
—Ojalá funcione —pensó al verla cubierta por el óxido. 
Anhelante salió a los pasillos, donde la soledad cargada de un pasado inolvidable, salió a su encuentro. No lo soportaba. Se dio prisa. 
No obstante, su memoria insistía en volver a ese lejano y lluvioso día, cuando siendo niño todavía subió al soberado; entre una maraña de cosas entregadas al olvido, se encontró con aquella curiosa criatura; nunca supo si era real o producto de su imaginación, pero la creyó inofensiva y se acercó sin miedo; sin embargo, aquel era un ser perverso, al que le divertía esclavizar a las personas con hechizos y maldiciones absurdas. 
El ritual era muy parecido a un juego, por lo que no advirtió el peligro. 
—¡Quién te corte el cabello morirá! —sentenció, levantando sus pequeñas manos y dibujando signos extraordinarios en el aire, para luego desaparecer sin dar explicaciones. 
Tras la muerte del peluquero del barrio, empezó a tener sus dudas; no obstante, abrigaba la esperanza de que todo fuera una tonta coincidencia y nada más; pero, luego de lo sucedido con la bella dama que le hizo el corte de cabello a la moda, se alejó de las peluquerías. 
Nadie lo entendía. Sus padres lo tomaron como un acto de rebeldía, que incluso tuvo repercusiones en la escuela; no obstante, se mantuvo firme, no quería que más gente inocente muriera por su culpa. 
Pese a su determinación, le resultó inevitable sentirse preso de aquella condición absurda y, en un momento de gran frustración, incluso intentó el suicidio cortándose el cabello; pero, no funcionó. 
—Se alimenta del dolor —pensó, pero estaba decidido a terminar con todo aquello. Sabía dónde encontrarlo. 
Como todo lo demás, el soberado estaba desierto. 
—¡Dónde te escondes! —gritó, fingiendo arrojo. 
Al sentirse aludido, aquel fantástico ser apareció. 
—No tienes que gritar —dijo con sonrisa burlona—, sé a lo que has venido. 
Al verlo, volvió a sentir miedo, pero estaba cansado de vivir huyendo; esta vez, no lo haría. Sin más, apuntó el arma y apretó el gatillo. El disparo retumbó en la estancia y aquel pequeño ser, tras un leve estremecimiento cayó al piso. 
Sobrevino un doloroso silencio. Seguro ahora, podía hacerse cortar el cabello sin temor a la muerte; pero, un amargo sentimiento de culpa carcomía sus entrañas convencido de haber cometido un crimen espantoso. 
—Lo siento, pero no encontré manera de obligarte a devolverme mi libertad —dijo, como justificándose. 
—No te preocupes —lo calmó la criatura—; en realidad llegué a pensar que nunca lo harías. —No lo entendía, hablaba como si hubiese estado esperado aquel terrible instante—. Fui solo una ilusión — explicó—, tú me creaste, ahora me devuelves a la nada. ¡Adiós!... —Y desapareció. 
Anochecía cuando volvió a la biblioteca; de repente, sintió un deseo abrasador de ir en una peluquería; entonces, salió corriendo a la calle y entró en la primera que encontró abierta, se sentó en el sillón y esperó, mientras sentía que el corazón le daba brincos. 
—Soy parte de ti —escuchó de pronto a sus espaldas—, nunca podrás liberarte de mí. 
Se dio vuelta sobresaltado; no lo podía creer, era uno de sus mejores amigos de juventud, que al saber de su presencia en la ciudad, venía a saludarlo. 
Se sintió extraño con el cabello corto, pero estaba feliz que el peluquero sobreviviera. Esto sí había que celebrarlo. 

Acerca del autor:

Historia de película o película histérica - Anna Rossell


Le habían enseñado a reaccionar rápido al látigo como a un estímulo. Cada golpe sobre el suelo devolvía la flexión de la rodilla, a menudo tantas veces que hasta le dolía el cartílago aunque el movimiento fuera mínimo. Después, todo lo demás. Siempre la misma temática. Si la ejecución del ejercicio había sido válida, el premio era aquel dulce sabor en la boca y el cálido aplauso de una multitud de ojos que lo observaban con repulsión y arrobamiento místico. Luego lo devolvían a su cuchitril pestífero donde su existencia discurría en condiciones pésimas desde su nacimiento. Allí había visto por primera vez la luz cuando su madre lo trajo al mundo de su realidad cáustica, él, vástago deforme de un vínculo sórdido y bárbaro, destinado a producir un icono de feria. Era el hombre-elefante.

Acerca de la autora:

Esquizofrenia - Silvia Milos



—Vine por mi hijo —dijo el hombre con la camisa rota.
—El no está aquí —respondió el guardia.
—¡Cómo que no! ¿Usted tiene idea de todo lo que hice para encontrarlo?
—No, pero tengo un par de horas hasta que llegue el próximo, puede contarme.
—Muy bien, tal vez así, me ayude.
Y comenzó su historia:
Apenas enterramos a Carlos, quedé solo. Muy triste y deprimido, durmiendo días enteros tirado al lado de su tumba. Poco a poco esa tristeza se convirtió en odio, en rabia. Una noche, mientras fumaba un cigarro apoyado en la lápida, algo me iluminó. Usted puede decir que estoy loco, que podría ser un farol, o las luces de un auto por la ruta, pero esa luz se hizo un punto fijo hasta que cegó mis ojos y habló.
Me dijo que era Carlos, sí, escuché bien, dijo: "tu hijo". Y que si quería, podía volverlo a la vida.
En ese momento hubiera hecho cualquier cosa por tenerlo, no fue justo morir a los dieciséis. Lo pensé, intenté sacar esa idea de mi cabeza, pero hice cosas obsesivas, me peinaba siete veces, me arrancaba siete pelos, caminaba siete pasos, tomaba siete cervezas.
En fin, ¿qué es justo en este mundo, o en el otro?
El asunto era que tenía que matar a siete personas. Y lo hice. Empecé al día siguiente, acuchillé al primero que se me cruzó en el camino. Al segundo lo matamos con unos vagos, ellos eran tres. Hicimos lo mismo con un tercero, un pobre diablo. Lo pisamos con el auto, una y otra vez: tenía que asegurarme de que estuviera muerto. Faltaban cuatro, ni dudé. Cuando se durmieron les cercené la garganta, uno por uno. Su sangre olía a licor.
Ahora era más fácil, tenía que conseguir llegar a siete. El tiempo se acababa, y la solución estaba ahí ¿Cómo no me había dado cuenta?
Entonces, apoyé la pistola en mi pecho, y aquí estoy.
El guardia lo miró de arriba abajo, notó la pesada mancha de sangre pegoteada bajo la tela y se rió.
—Su hijo no está aquí. Él murió por accidente. Este No-Cielo es para los miserables.

Acerca de la autora:  
Silvia Milos