Ella llevaba razón cuando decía que mi vida nocturna no conducía a nada. Que la noche es oscura y sólo mueve sombras. Que únicamente bajo la luz de nuestro astro es comprensible, abarcable, la grandeza de la creación. Y es cierto. La noche tiene estrellas que atrapan las miradas, pero no son capaces de iluminar el cielo y ocultan la belleza del mar, de las montañas, de los ríos y los prados.
El amanecer a la orilla del mar fue ciertamente hermoso, sobrecogedor, como había prometido Sara. El sol claro teñía el horizonte con sus púrpuras, violetas, anaranjados y rojos como su sangre, y se reflejaba sobre la superficie del agua, haciéndole tomar el brillo metálico del oro y de la plata.
Esa mañana fue la primera que vi un amanecer. También la última. Bastó que el sol comenzara a subir sobre el horizonte para que mi cuerpo pareciera disolverse y convertirse en una especie de polvo humeante que se fundió con los granos de arena. Y Sara, mi amada, que se había mostrado deliciosamente entregada cuando tomé el néctar rojo y cálido de su cuello, no había acudido a la cita.
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Javier López
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