El asado es un componente básico en el desarrollo de la vida
sentimental del hombre del Río de la Plata. Cuando nos enchastramos con el carbón,
cuando encendemos el fuego, cuando nos quemamos, cuando nos lloran los ojos,
acomodamos, controlamos y calculamos ese delicado equilibrio entre carnes y
brasas. Hay que decirlo claramente: ellas se calientan con eso. No es fácil de
entender, no es explícito, pero es así. Sin el componente sexual, porque
estamos concentrados en otra cosa, a los hombres también nos gusta ser
observados durante esa tarea, por nuestras esposas y por las de nuestros
amigos. Sobre todo las de nuestros amigos. De un amigo.
Ese plus de masculinidad que se nos atribuye al vernos en
ese estado lamentable, resulta incomprensible, aunque tal vez sea una de las
variables del famoso vínculo sadomasoquista.
Nadie como uno mismo para ser el rey de esa ceremonia y cada
uno de nosotros sabe íntimamente que uno es el mejor y el secreto mejor
guardado serán los datos del propio carnicero.
A mí me gusta mucho hacer asados y los hago mejor que nadie,
pero no los hago nunca porque no soporto que me griten “¡un aplauso para el
asador!”.
Las mayores y únicas abanderadas en esta causa noble, serán
nuestras chicas —más o menos chicas— que ocupan total o parcialmente nuestro
corazón, son ellas las que dirán:
—El asado lo hace ÉL;
—ÉL hace el asado.
—Hace mucho que no hacés un asado.
—No sólo hace el asado, también te lo cuenta.
—Lo único que sabe hacer es el asado.
—Llevale un vaso de vino a tu padre.
—¿Voy trayendo las ensaladas?, dale Samantha, movete
—Eso sí, el asado lo hace bien.
—No sirve ni para hacer un asado.
Y están las que, finalmente, imposibilitadas de despojarse
de su rol filial, nos susurrarán al oído:
—…papu, que rico te sale el asado...
Brindo con los amigos del blog por esa muchacha que me lo
dijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario