sábado, 5 de septiembre de 2015

La renuncia - Javier López


—¡Dimito! —fue la primera palabra que pronunció Su Santidad al despertar esa mañana. El camarlengo Pedro, el de Romano, entendió en ese mismo instante que la profecía de San Malaquías, que tantas veces había estudiado, comenzaba a cumplirse en su propia persona.
—¡Santidad! ¿De qué está hablando? Usted es el representante de Dios en la tierra, el pastor y guía de millones de católicos, el encargado de mantener la fe en el mundo, en este mundo que se encuentra en un momento tan especial y delicado que exige un líder espiritual fuerte, una iglesia sin fisuras.
—¿Fisuras? ¿Es que no las ves, Pedro? ¿No has visto las grietas en las escaleras, en los pasillos, en los techos abovedados, no te has dado cuenta de que el Vaticano se desmorona, como metáfora de los tiempos que están por llegar?
—Pero Santidad, la iglesia no contempla la anulación del cargo de Santo Pontífice; el cargo es un honor, un privilegio, pero a la vez es una cruz, una pasión que se encarnó en su persona, por obra y gracia del Espíritu Santo, de la Santísima Trinidad, por obra y gracia de los cielos; en definitiva: por obra y gracia del mismo Dios.
—Mi fe decae, Pedro. Mi fe y mi capacidad de controlar toda esta podredumbre. La Banca Ambrosiana se ha convertido en una lavadora del dinero del narcotráfico, las armas, la prostitución. ¿Cómo podemos explicar esto a nuestros fieles? Esta noche tuve un sueño, un sueño en el que se me aparecía un tero gritando hasta romperme los oídos.
—¿Un tero? ¡Aquí no hay teros! Solo palomas, símbolo de la paz, de la tercera persona…
—Pues ahí voy a parar, querido Pedro. Si con la paloma hemos pretendido representar a Dios, al Espíritu Santo, ¿no será un tero la representación del diablo, no será mi sueño una premonición de que el día de la bestia se acerca? Lo dicho: ¡renuncio, no puedo más!
—Santidad, no puede inferir de ese sueño todo eso que está diciendo. Quizá ese pájaro sólo quería advertirle de que hay que retomar las cosas, seguir luchando…
—¿Luchando? Eso he intentado durante mi mandato, pero se sigue blanqueando dinero, la inmoralidad se extiende y las grietas… las grietas… aparecen por todas partes. ¿Sabe lo que haré? Antes de comunicar al mundo mi renuncia, aboliré la teocracia en el Estado Vaticano y promulgaré una constitución democrática. ¿Qué le parece? Quiero un Dios para todos, un Dios comprensible, asequible… cuestionable.
—¡Democracia! ¿Está loco? —Pedro sintió cómo se ruborizaba por su atrevimiento al pronunciar esa aseveración—. La democracia es un placebo para el pueblo, que se cree en la capacidad de elegir. Es Dios quien elige nuestro destino, nuestro futuro, los designios del hombre en la tierra. Y Su Santidad, no lo olvide, es su representante.
—Entonces acaba de darme la razón. Será Dios quien está loco, porque todo esto carece ya de sentido. No dilatemos más el asunto: anuncie mi renuncia a la Prensa.
El camarlengo, Pedro el de Romano, no quiso seguir discutiendo el asunto. Pocas horas más tarde la noticia ocupaba todos los titulares y cabeceras de los informativos. Justo entonces una enorme tormenta descargó con fuerza sobre la Ciudad Eterna; un majestuoso rayo quiso hacer blanco sobre la cúpula del palacio papal. Los cimientos de la magnífica construcción se agitaron. Ratzinger, que desde ese instante volvía a conocerse por su apellido civil, contempló una visión apocalíptica a través de una de las grietas que tanto le habían atormentado, ahora aún más abierta: el infierno podía percibirse con claridad a través de los muros del palacio. Había llegado el momento de cambiar su residencia.


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Javier López

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