Durante horas me han perseguido sin tregua y ahora, desde mi magistral
escondite, puedo observarlos sin miedo: ahí están los tres hombres,
cobardemente refugiados bajo sendos paraguas negros, tres figuras
espectrales envueltas en una bruma violácea, tramando sin duda una nueva
estratagema para atraparme. Sus voces no me llegan pero sé que están
recriminándose el fracaso de la pesquisa porque habían pensado que este
predio, casi un descampado, sería una ratonera. El más bajo de ellos
gesticula con energía, diríase que reprendiendo a los otros dos, que
parecen agachar la cabeza, aunque apenas puedo verlos bajo esos enormes
paraguas. Creo estar sonriendo. ¡Qué extraordinario ha sido mi escape!
Increíble verme a salvo en mi escondite después de haber estado tan
cerca de caer en sus garras, cuando uno de ellos, cuyo rostro no llegué a
ver, cuyo aliento pútrido me produjo náuseas, cuyas manos me asieron
brutalmente por los pelos, arrastrándome unos metros sin soltar el
estúpido paraguas y pareció ser el final. Es cierto lo que tantas veces
he oído decir: cuando uno cree que está a punto de morir ve imágenes de
toda su vida. En un solo y fugaz instante vi la casa de mi infancia, las
manos de mi abuela, la matinée de mis años tontos, la cara de Raúl, mi
compañero, mi otra mitad, mi único amor, que ahora está perdido, o
desaparecido, como dicen. Aún no sé cómo lo hice, de dónde provinieron
esas fuerzas demenciales, pero el caso es que luché y me retorcí como un
pez encabritado, sentí sus dedos de bestia estrujándome la carne, luego
la caída y la punzada de dolor en el vientre, mis piernas batiéndose en
el fango hasta verme libre. Logré así burlar al canalla que me
persiguió como un imbécil, pisándome los talones pero trastabillando
aquí y allá, resbalando en el suelo viscoso hasta perderme. En la
tiniebla húmeda corrí como nunca, y cuando ya las piernas flaqueaban me
sentí caer en este providencial agujero en la tierra desde donde puedo
ver sin ser vista. Me queda esperar a que mis verdugos desistan para
salir de mi hueco y escapar definitivamente. El que parece dar las
órdenes hace un gesto y los otros dos lo siguen. ¡Vienen hacia mí! ¿Cómo
es posible? ¿Me han descubierto? Sin alternativa, permanezco inmóvil,
de cara al cielo, bebiendo un poco de la lluvia que me moja los labios,
sin perder la calma que me invade desde que hallé este escondite. De
pronto pareciera que ha dejado de llover, pero no tardo en comprobar que
no, que en realidad son tres paraguas que me hacen las veces de techo y
ahí están ellos, mis perseguidores que, apenas inclinados hacia mí, me
miran como a un animal que ha caído en una trampa. Continúo inmóvil,
como si quisiera camuflarme en el barro que ya comienza a inundar mi
zanja, el escondite que había creído infalible pero que ha fallado.
Curiosamente no tengo miedo pero me preparo para defenderme, en guardia,
despierta, lista para lo que sea y sin embargo no siento la sangre
bullir en mis venas, pero entonces ocurre lo inaudito: los tres hombres
se miran y se van. ¿Me han perdonado la vida? Aún alerta, intento
comprender, pero ya el caudal de barro es una catarata constante, mejor
será salir de este escondrijo lo antes posible, pero no puedo. Mis
miembros no se mueven, mi cuerpo no responde y ya el barro me cubre la
boca cuando, como en un sueño terrible, el cielo se ilumina y le arranca
un destello a la hoja del cuchillo hundido en mi vientre. No estoy
despierta entonces, pero tampoco estoy dormida; cuánto tiempo habré
pasado aquí, haciendo conjeturas bajo la lluvia como si hubiera estado
viva. Y entonces me vuelve el recuerdo del hombre que me sostiene por
los pelos, sólo que esta vez lo veo arrojar el paraguas a un costado, lo
veo alzar el cuchillo y me parece estar gritando otra vez. Le veo la
cara, es blanco y feo, me arrastra hasta la zanja y allí me arroja,
luego vuelve con sus compañeros de faena para relatar lo ocurrido; lo
habrán reprendido sin duda por no capturarme viva. Le doy gracias a Dios
por eso, mientras el obstinado barro se desliza sin cesar por las
paredes de mi zanja, de mi escondite, de mi anónimo e irremediable
sepulcro.
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