Después de discurrir largamente, mi hermano Simón decide que no es inconveniente que yo comparta el ataúd con el tío Ismael (fallecido allá lejos y hace tiempo).
—Es
notable la diferencia de precio —dice Simón a la familia—: e ínfima la
posibilidad de que, con el tiempo, la comunidad sospeche un incesto.
La
funeraria (el dueño es gentil) le ha ofrecido cremación y urna por un
precio más conveniente y Simón —que ha extraviado los preceptos de la
religión— acepta.
A
partir de ese treinta de abril comparto una vasija mortuoria con
Ismael, judío liberal y viudo de primeras nupcias; se trata de un hombre
desconocido para mí; eso es lo que a juicio de Simón evita los
comentarios maledicientes y además —aduce— no puede ser atrevida tamaña
cercanía con alguien que me lleva casi doscientos años.
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