Empezó comiéndose las uñas en tercer grado. Pretendía controlar la ansiedad. Durante una tarde ventosa en el parque, que le revolvía el pelo negro, largo y lacio con el que tapaba su boca, probó masticar las puntas y le gustó. Creyó tragarse la timidez adolescente. Más adelante, agregó la costumbre de pellizcar pedacitos de piel, verrugas y callosidades con las uñas, cuando apenas estaban un poquito largas, antes de comérselas. O directamente con los dientes si podía alcanzar las partes a arrancar retorciéndose como una contorsionista de circo. En esa larga ceremonia privada se comía las horas de aburrimiento y soledad. Terminó devorándose a sí misma un domingo gris y cuando entró su madre, había nada más que una dentadura blanca brillante en el centro del cuarto.
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