jueves, 7 de enero de 2016

Adiós - Gabriela Navarro


Hacía cuatro meses que Santiago se había ido de la casa familiar sin decir siquiera adiós. Iba a ser por una semana, a lo sumo un mes, mientras aclaraba su cabeza luego de que Aurelia lo descubriera chateando con su secretaria en la madrugada.
Y los días pasaron sin tener cuidado de Aurelia y de Santiago.
Ella, para no caerse y porque debía sostener a la pequeña hija de ambos, se abocó al arreglo de la casa, cosas siempre postergadas por la falta de iniciativa y deseo de su esposo.
Esperando su regreso lustrólos  pisos, pintó de colores brillantes las paredes, puso nuevas cortinas y perfumó la casa para que fuera el hogar que siempre soñó.
Pero los días pasaban y el no volvía más que para llevarse algo de ropa; y como suele ocurrir con la memoria que juega con nosotros como un gato que arroja ovillos de recuerdos a la luz y la oscuridad, aquella serenidad y alegría que sintió al principio, cuando Santiago se había ido llevándose consigo el rostro amargado y los malos tonos, dejó paso a los recuerdos de los mates compartidos, los abrazos y las risas que los habían acompañado durante muchos años.
Así comenzó a extrañar a ese hombre del que se enamoró de joven. Y urdió un plan. Cada vez que viniese a buscar algo le daría algún recuerdo de su amor.
Buscó la caja de terciopelo azul donde guardaba el pasado en común y sacó algunas cartas3 que le había escrito y entregado en diversas circunstancias, aniversarios, cumpleaños, o solo porque sí.
Se4 las fue dando cada vez que venía a ver a la niña5.
—Las encontré y te pertenecen —le decía, simplemente—. Sos dueño de decidir qué harás con ellas.
Durante tres meses hizo esto6, hasta que las cartas y las fotos se acabaron.
Un día, Santiago tocó el timbre; al leer aquellas cartas había recordado lo que lo enamorado de ella..., su cariño, su lealtad, su amor, y quiso volver.
Aurelia abrió la puerta. Santiago se quedo parado frente a ella, perplejo, miró los ojos de ella, la mueca de su boca y se dio cuenta de que Aurelia ya no estaba… Aquella que lo amó más que a un dios se había ido con la última carta entregada sin respuesta.

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Adolf - David Vivancos Allepuz


Sentado en su camastro, Carlomagno atendía a las explicaciones que el doctor vienés le daba al adolescente pálido y de mirada huidiza que acababa de recibir el alta.
Mañana abandonará la clínica. Conozco su trabajo, Adolf. He visto sus pinturas. Le aconsejo que se concentre en su faceta artística, cultívela, explote su creatividad. Pinte y olvídese de su padre. Salir de aquí no es una meta, es sólo el inicio de algo importante. Pinte, cree. Trabaje. Únicamente el trabajo nos hace libres y señaló al otro, únicamente el trabajo les hará libres.
El trabajo nos hará libres repitió el joven sin levantar la vista.
Carlomagno creyó percibir una leve sonrisa dibujada en el rostro de Adolf.

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domingo, 3 de enero de 2016

Dreamers (Sector 21) - Raquel Sequeiro


Vago entre ojos cristalinos, entre muertos que se incorporan levemente en las tumbas para mirarme. Abierto como mis venas, el aire azulado me trae el recuerdo de una canción, de esa canción, oh darling, de esa canción que bailábamos cuando éramos casi unos niños. La mecedora antigua, perfumada, resplandece como un trono de reyes, la baba se escurre por la comisura de los labios, a la derecha, pero aquí no hay un final, sino que despertarás en el área 34, la de los no muertos, con sangre en los labios por la bofetada. ¿Vuelvo a tener quince años, vuelvo a soñar con lo mismo? Ellos controlan mis constantes vitales y despertaré adulto para incorporarme a la guarnición 16. Ya nadie es libre a causa de la guerra, ni siquiera para soñar.

Acerca de la autora:
Raquel Sequeiro

Las ensombradas resonancias de Moby Duck – José Luis Velarde


—Hay tardes más oscuras que otras —soltó Moby Duck, apenas descendido en la colina donde hablábamos de tormentas.
—Y que lo diga un pato migratorio y albino de seguro le confiere razón —dijo Rocky Raccoon.
—El camino de regreso siempre es distinto del camino que nos condujo al destino inicial. ¿O no? —apuntó Moby Duck.
—El pato es filósofo y parece inteligente —dijo The Walrus con aire melancólico.
—Una joya deja de serlo cuando no hay quien la aprecie —dijo el ave agradecida.
The Octopus intervino rascándose la cabeza con cuatro tentáculos a la vez:
—Lo malo es que a pesar de reunir características singulares y pronunciar reflexiones de aparente profundidad... Me reservo mis opiniones. Debo señalar que Moby Duck no pertenece al selecto grupo de personajes aparecidos en canciones de los Beatles. Así que en representación de nuestra comunidad solicito a tan gracioso pato marcharse al instante.
—Somos lo que somos y a veces sólo somos seres imaginarios que se sienten vivos —graznó Moby Duck al hundirse en el cielo.
La lluvia se hizo más intensa. Había algo familiar en el pato distanciándose como una mancha blanca en el horizonte ensombrecido. Lo vi como si fuera capaz de revelar las respuestas que no puedo ofrecer.
Moby Duck no regresó jamás.
Desde entonces navego un mar de óxido de hierro para buscarlo.
Día tras día me sumerjo en las cintas polvorientas de los Beatles donde quizá se esconde el extraño visitante. Lo supongo protagonista de una canción olvidada en un delirio oceánico de la década de los sesenta.
Mis amigos me conminan a interrumpir la búsqueda. Alegan que no hay misterios en la mitología de los Beatles, pero no saben que esta búsqueda es personal y no ofrecen argumentos que la impidan. Mi vida es aburrida por más que me consideren un filósofo encumbrado en una colina. No saben que la sabiduría me condena a la inmovilidad. Quiero saber si soy algo más que un sueño firmado por Lennon y McCartney. Quiero descubrirme vivo y desentrañar el misterio representado por el pato blanco, el inquietante y escurridizo Moby Duck.
A partir de hoy: ¡Llamadme Ismael!

Acerca del autor:
José Luis Velarde

Lógica militar - Enrique Tamarit Cerdá


Se encomendó al batallón permanecer en el campamento de refugiados durante tres días, en misión de paz. Fueron tres días inolvidables para niños, ancianos, mujeres y tullidos de diversa consideración: hubo un tiovivo con carros de combate, disparos de artillería pesada lanzando confeti al cielo, y agua caliente con lanzallamas; también hubo carreras de cojos fingidos contra cojos verdaderos, y hubo, al final, una velada de teatro, cordero asado y emotivos cantos. Al amanecer del cuarto día, un inesperado despacho desató frenética actividad. El batallón recogió sus pertrechos, hizo limpieza, repartió algunos dulces, algunos medicamentos, algunos abrazos y se retiró varias leguas. Se ordenó a los soldados cambiar sus cascos de un color por cascos de otro color; luego se oyeron feroces gritos agresores, secas explosiones, un eco de débiles lamentos, luego nada. Al mediodía, humeaba la desolada estepa sin vida.

Acerca del autor:
Enrique Tamarit Cerdá

Aterrada - Luciano Doti


La niña quedó en mitad de la escalera, entre penumbras. Parecía que no se animaba a descender del todo. En la sala la esperaba uno de sus tíos; la madre insistía en inventarle ese parentesco a cada nuevo hombre con que se liaba. Solían ser del ambiente dark, se creían diabólicos. Pero éste lo era en serio. Lo constataba ella, cuando su progenitora iba a la cocina a buscar algo, y él le acariciaba las piernitas que dejaba descubiertas el corto vestido de algodón.

Acerca del autor:
Luciano Doti

A Osvaldo Lamborghini - Abel Maas


El cuento de Trapito es así: Trapito era el perro de Federico el envidioso. El mago Emannuel, el hijo de Dora Baret y de Carlos Gandolfo, amigo de la casa, lo había bautizado de esa manera porque era un artista y la información se fue replicando en el country “El Desasosiego”. Cuando el chico pasaba caminando hacia la escuela del barrio cercado, las chismosas del barrio cercado decían; “ahí va Federico, el envidioso”, pero sólo era un nombre. Un mañana de primavera y en un descuido, Trapito salió por el portón de la casa y se perdió en las sinuosas calles del country. Trapito no estaba en casa y Federico lloraba desconsoladamente. Todo el barrio se solidarizó y salieron a buscarlo mientras los padres del dueño del animal se quedaron sentados en los banquitos que rodeaban los jazmines, abrazando a su hijo varón.  Con los Di Natale a la cabeza, los queridos vecinos de enfrente, recorrieron los alrededores del frigorífico y cruzaron las vías del ferrocarril, pero fue en vano.
Cuando volvieron desasosegados por el fracaso encontraron a Trapito en brazos de su dueño, que había vuelto por sus propios medios; el padre, agradecido, invitó a todos a pasar al galpón donde organizaría una comilona para celebrar la alegría recuperada. Los Di Natale trajeron a la tía Carmelinda, la querida viejita, que había trabajado de enfermera en una clínica veterinaria para que revise al perrito. Pudo comprobar la anciana señora que Trapito se encontraba bien, su piel, los dientes, la mirada brillante y estaba limpio, su cuerpo limpio, la colita limpia.
A continuación, pasaron todos a la sala, donde el dueño de casa ya había servido sobre la mesa frailera cuatro jarras conteniendo agua fresca y tres canastos con pebetes de ayer.

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