sábado, 28 de noviembre de 2015

Otro Apocalipsis – Sergio Gaut vel Hartman


Se encuentran Adolf Hitler y Jorge Luis Borges en el Tiegarten de Berlín. El nazi, que no tiene mucha idea de quién es el escritor, empieza a hablar pestes de los judíos.
—Un momento —lo ataja Borges— usted debería tener en cuenta que el mundo es una creación de los judíos.
—¿Qué le dije? —se exalta Hitler—. ¡La sinarquía internacional! ¡La banca Rotschild! ¡Corrupción hebrea en todas partes! ¡Hay que matarlos a todos!
—Me parece que no entiende —insiste Borges mirando al führer a los ojos, ya que en este cuento el escritor ve perfectamente—: crearon el mundo; lea el Génesis, interiorícese en la Cabalah
—¡Soy ateo! —vocifera Hitler.
—Yo también —replica Borges—. Pero nuestro ateísmo no puede evitar el enojo de Yahvé; ahora vea lo que sucede por su culpa.
En efecto: las estrellas del firmamento, que hasta entonces habían brillado con inusual intensidad, empezaron a apagarse.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Fluentes e hiperdensos – Daniel Alcoba


Un fluente es expansionista acabado, para él cualquier monte es orégano. Por eso la infantería gaseosa de Fluencia, anodina Fenicia del arrabal de Orión, llegó como una plaga al sistema Alfa de Centauro, que ocupó en una especie de Blitzkrieg, igual que una flatulencia se adueña del vacío de un recipiente, o del olfato de una criatura sensible.
Follón 8º, el sátrapa que pretendió tomarse la revancha de los hiperdensos de Macizia, cercó a los macizos en el cúmulo globular Omega Centauri. Y apenas hubo completado el sitio, o más bien situado a sus astronaves en muy aceleradas carreras orbitales alrededor de la estrella binaria Macizia y de los siete planetas que habitan los macizos; envió una avioneta fotónica que hizo sonar el himno patriótico fluente en cada globo. Los hiperdensos oyeron la campana pero sin enterarse de por qué sonaba. Y de la invasión fluente ni noticias tuvieron.

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Condenado - Armando Rosselot


Después de analizar la situación le dio a beber un té con un calmante, la ató fuertemente a la viga y le explicó como desatarse. Salió afuera y cerró la puerta de acero reforzado. Si Paula tenía suerte sobreviviría, pensó. Tomó los prismáticos y trató de ubicar la nube al noreste de la cadena de cerros. Ahí estaba, acercándose vorazmente hacia ellos. Tomó un cigarro roto de su bolsillo y lo encendió, no sin antes lanzar los prismáticos lejos. Y, al igual que un condenado a la silla eléctrica, se lo fumó apresuradamente.

Acerca del autor:
Armando Rosselot

Como una loca en el andén - Köller


Bajé del tren, ella seguía ahí sentada con la mirada perdida; no sé ya cuántas veces la había visto, quizá desde que tengo memoria. Silenciosa; pasaba desapercibida como si formara parte del paisaje de aquella antigua estación. No era la primera vez que me cautivaba: su belleza casi dolorosa y su misticismo indescifrable solían robabarse mi atención. ¿A quién espera? ¿Por qué no se sube a ningún tren?
Me detuve apenas un segundo después de que el tren partió; le dirigí una mirada que ella ignoró como si no se hubiera percatado de mi existencia. Mejor, pensé; de alguna manera preferí evitar que sus ojos me incomoden como aquella tarde en la que tuve que huir despavorido: al igual que la mayoría de los seres humanos, tengo cierta tendencia a la discriminación; miedo, esa fue la sensación que me obligó a escapar: por algo estaba siempre sola, inmutable, mirando el mundo pasar.
Caminé hacia ella con sigilo, mirando alrededor para asegurarme de que nadie me viera; a medida que me acercaba fui sintiendo un golpeteo en el pecho: los latidos crecían al ritmo de mis pasos. Enseguida recordé una charla entre dos viejas que hablaban sobre la loca del andén; como si se tratara de un personaje famoso; una celebridad invisible.
Como pude me acomodé en un banco cercano; ella permaneció igual: con la vista clavada en las vías como si estuviera esperando algo; quién sabe qué. Se balanceaba silenciosa; contemplativa e inmersa en un vaivén interminable.
―¡Basta! ¿Qué te pasa? ―me dijo apenas sintió la energía de mis ojos.
―Nada ―atiné a responder intentando evitar que el pánico me llevara puesto otra vez―, a mí no me pasa nada.
Bajé la vista con rapidez para evadirla; como si quisiera ahorrarle un mal momento a mi consciencia. Imposible: ¿Qué hacía yo ahí? ¿Qué buscaba tomándome cada día un nuevo tren que no conduce a ningún lado? Una respiración profunda bastó para darme cuenta de que ella me miraba; sin embargo, se escapó de repente apenas se percató de mi actitud. Aproveché la situación para observarla una vez más: las marcas que el tiempo le había dejado en el alma le surcaban el rostro combatiendo su belleza; en el suelo, la mochila cargada de sueños y frustraciones; y a su lado, un eterno compañero: el silencio.
El bocinazo de un tren me trae de nuevo a la tierra; ya no sé cuántos habré dejado pasar, de hecho, a esta altura me tiene sin cuidado; puede que lleve años sentado ahí, formando parte del paisaje de una vieja estación abandonada; inmutable, mirando el mundo pasar como una loca en el andén.

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Cuentos misóginos con moraleja. Hoy: Cenicienta - Daniel Frini


Había una vez una niña muy hermosa, huérfana de madre y cuyo padre casó en segundas nupcias con una malvada, que hizo de la pequeña una sirvienta. Todos conocemos el cuento ¿verdad? Lo cierto es que la versión más difundida contiene algunos errores. En primer lugar, no hubo zapatito de cristal; sino unas sandalias skippy de plástico transparente que, tal como descubrió el príncipe cuando casó con la doncella, una vez superado el affaire del baile en el palacio, despedían un atroz olor a patas. Por otra parte, la niña, si bien no era fea, tampoco era una belleza digna de Play Boy. Cinco años y cuatro hijos después, fue ella la que se transformó en una calabaza de unos 150 kilos. 
Moraleja: cuidado niños, sigan solteros hasta los cuarenta, como mínimo. Huyan de las hermosas. Además, siempre están mejor sus hermanas.

Acerca del autor:
Daniel Frini

martes, 24 de noviembre de 2015

Descuido fatal – Sergio Gaut vel Hartman


El aspecto del hombre era lastimoso, como si acabara de regresar del frente de batalla. Pero eso no explicaba su descomunal angustia. Las mujeres nunca habían sido un tema importante para él; las atraía como la miel atrae a las moscas, y si por algún motivo una chica se le pegaba demasiado, encontraba un medio para sacársela de encima después de conquistarla. Ahora mantenía la vista fija en la estática de la pantalla vacía, mientras el código secreto destellaba como si se tratara de una tortura institucional. Casanova tendría que aceptar que la dama más apetecible iba a ser poseída por otro. Y no cualquier otro: los invasores hermafroditas del planeta Strudixck ignoraban que pudiera haber dos sexos en una misma especie, por lo que no solo estaban a punto de apoderarse de la Tierra, sino que además iban a liquidar a todas las hembras de puro ignorantes.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Cambios en la programación – Fabián García


Lo aplastó un auto: el chofer iba mandando mensajitos de texto. Él, que iba hacia el supermercado, quedo abierto sobre la avenida. Temblaba. Abría y cerraba la boca, como los pescados. La sangre que perdía iba hacia el cordón de la vereda, y la gente la seguía con los ojos. ¡Era tan roja! El tipo que se moría en el suelo, apretando en la mano la lista de las compras, les pareció más divertido que lo que mostraban en la tele. 

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Fabián García