Bajé del tren, ella seguía ahí sentada con la mirada perdida; no sé
ya cuántas veces la había visto, quizá desde que tengo memoria.
Silenciosa; pasaba desapercibida como si formara parte del paisaje de
aquella antigua estación. No era la primera vez que me cautivaba: su
belleza casi dolorosa y su misticismo indescifrable solían robabarse mi
atención. ¿A quién espera? ¿Por qué no se sube a ningún tren?
Me detuve apenas un segundo después de que
el tren partió; le dirigí una mirada que ella ignoró como si no se
hubiera percatado de mi existencia. Mejor, pensé; de alguna manera
preferí evitar que sus ojos me incomoden como aquella tarde en la que
tuve que huir despavorido: al igual que la mayoría de los seres humanos,
tengo cierta tendencia a la discriminación; miedo, esa fue la sensación
que me obligó a escapar: por algo estaba siempre sola, inmutable,
mirando el mundo pasar.
Caminé hacia ella con sigilo, mirando
alrededor para asegurarme de que nadie me viera; a medida que me
acercaba fui sintiendo un golpeteo en el pecho: los latidos crecían al
ritmo de mis pasos. Enseguida recordé una charla entre dos viejas que
hablaban sobre la loca del andén; como si se tratara de un personaje
famoso; una celebridad invisible.
Como pude me acomodé en un banco
cercano; ella permaneció igual: con la vista clavada en las vías como si
estuviera esperando algo; quién sabe qué. Se balanceaba silenciosa;
contemplativa e inmersa en un vaivén interminable.
―¡Basta! ¿Qué te pasa? ―me dijo apenas sintió la energía de mis ojos.
―Nada ―atiné a responder intentando evitar que el pánico me llevara puesto otra vez―, a mí no me pasa nada.
Bajé la vista con rapidez para evadirla; como si quisiera ahorrarle un
mal momento a mi consciencia. Imposible: ¿Qué hacía yo ahí? ¿Qué buscaba
tomándome cada día un nuevo tren que no conduce a ningún lado? Una
respiración profunda bastó para darme cuenta de que ella me miraba; sin
embargo, se escapó de repente apenas se percató de mi actitud. Aproveché
la situación para observarla una vez más: las marcas que el tiempo le
había dejado en el alma le surcaban el rostro combatiendo su belleza; en
el suelo, la mochila cargada de sueños y frustraciones; y a su lado, un
eterno compañero: el silencio.
El bocinazo de un tren me trae de nuevo a la tierra; ya no sé cuántos
habré dejado pasar, de hecho, a esta altura me tiene sin cuidado; puede
que lleve años sentado ahí, formando parte del paisaje de una vieja
estación abandonada; inmutable, mirando el mundo pasar como una loca en
el andén.
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