Más de una vez, al terminar de jugar un partido de fútbol, habíamos
sentido una presencia extraña en ese predio conocido como Monte Dorrego.
Eso sucedía generalmente en invierno, cuando el crepúsculo llegaba
temprano y la oscuridad se apoderaba pronto de todo. Los árboles daban
en esas circunstancias un toque más tenebroso al paisaje, obligándonos a
abandonar el lugar a paso acelerado. De posibles actividades
paranormales en el Instituto Sarmiento se sabía poco a ciencia cierta,
pero circulaban rumores que abundaban en detalles truculentos. Con todo,
algunos elucubraban que esa edificación emanaba un poderoso halo de
maldad que impregnaba la atmósfera circundante, incluidos los altos
árboles que el viento mecía incansablemente.
En algunas ocasiones,
se habían hallado sobre el césped cuerpos de jóvenes muertos. No muchos,
pero sí los suficientes como para que la leyenda urbana tomara forma;
sobre todo teniendo en cuenta las laceraciones cutáneas y la carne
desgarrada en jirones. La versión oficial hablaba de perros feroces
vagando solos durante la noche, dogos argentinos o alguna raza inglesa.
La de los vecinos, de robo de órganos para transplante; era la década
del 80, y los rumores acerca de una combi recorriendo las calles a la caza
de niños y adolescentes eran moneda corriente; más de uno aseguraba
haber sido perseguido, logrando escapar milagrosamente. También se hizo
presente el mito, y se introdujo un nuevo elemento a las narraciones
orales de los acontecimientos: los asesinatos habían sido cometidos con
luna llena. Entonces, los perros fueron reemplazados por lobos, los
cuales serían un grupo de niños del instituto, que se habrían convertido
en lobisones tras ser mordidos por uno de ellos, séptimo hijo varón.
Así,
con la opinión pública dividida en dos, los que abonaban a la teoría
del robo de órganos y los que creían el mito del lobisón, toda Lomas
del Mirador estaba atenta y dispuesta a evitar un nuevo hecho
sangriento.
Un sábado de luna llena fue la fecha elegida para que
un grupo de niños del instituto tomara la comunión en la capilla situada
dentro del predio. La ceremonia se realizó al atardecer, cuando ese
astro, redondo y brillante, pendía bajo, casi al alcance de las manos;
de alguna manera, era una luz que, cual péndulo de psiquiatra,
desplegaba su poder hipnótico invitando a fijar la vista en ella. A los
niños se los notaba raros, pero se atribuyó esa percepción al
nerviosismo natural en personas que recién comienzan a vivir y se
disponen a dar un paso que, a esa edad, parece tan trascendental, como
es comulgar con Dios. Sin embargo, al ingerir el cuerpo de Cristo se
pusieron pálidos y tuvieron que salir afuera para tomar aire fresco.
Allí, bajo el influjo selenita, empezaron a padecer convulsiones, y se les
hinchron las venas y tendones, al mismo tiempo que su cuerpo se
cubría de vellos; era un ataque de licantropía, a la vista de todos. La
gente huyó despavorida, excepto un grupo de hombres que, sin darles
espacio para atacar, los tomó en sus brazos y los empujó dentro de la
capilla, donde el sacerdote los roció con agua bendita. Los niños
quedaron tirados en el piso, con la respiración agitada y el pulso
acelerado; un sudor frió les cubría la frente, pero su cuerpo hervía de
fiebre. El cura, sosteniendo un crucifijo frente a ellos, procedió a
pronunciar un antiguo conjuro en latín: “¡Vade retro, diábolos!”.
Después
de eso, no volvieron a repetirse los hallazgos de cuerpos sin vida, y
la capilla se cerró, hasta el día de hoy que no se usa para nada.
Acerca del autor: Luciano Doti
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