lunes, 4 de abril de 2016

Las transformaciones de las cosas - Saurio


Eckels estaba cansado de ser siempre el cobarde que huye al ver al tiranosaurio.
No debería estarlo, los personajes generalmente sufren de amnesia siempre que alguien lee la historia de la que son parte y repiten una y otra vez lo que escribió el autor. Pero las innumerables relecturas que tuvo “El ruido de un trueno” provocaron en Eckels un déjà vu que evolucionó en la fatalista certeza de que él es el cagón que se sale del sendero antigravitatorio y pisa la mariposa que cambia irreversiblemente el presente por uno más oscuro.
Así que juntó toda su fuerza de voluntad para torcer la trama. No es algo sencillo para un personaje, pero estaba decidido. Aprovechando el momento en que Bradbury lo hace apuntar en broma con su rifle, ni bien salen al Cretácico, mata a Travis y al resto del safari y regresa corriendo a la máquina del tiempo, sin salirse del sendero, pese a que Bradbury, alertado de la rebelión del personaje, lo sacude con furia.
Eckels sabe que no podrá volver a su presente, Bradbury le impide controlar correctamente la máquina, pero está decidido a que el autor no se salga con la suya. La lucha es cruenta y agotadora para ambos. Finalmente, la máquina, fundida, cae en un sueño. Eckels, agonizando, es expulsado de ella y aplasta ―irónicamente, ya que Bradbury está demasiado agotado para escribirlo― una mariposa que pasa por allí.
Como es una mariposa onírica, y no ficcional, a Eckels no le importa. Muere feliz. Su presente está a salvo.
Pero no: miles de antologías de ficciones breves implosionan, arrasando al universo con ellas. Es que por más que se devanó los sesos, Chuang Tzu nunca pudo acordarse al despertar qué carajo pasaba en ese sueño tan bueno que había tenido.

Acerca del autor:
Saurio

Signos inequívocos de una muerte cercana - Tanya Tynjälä


La fila de hormigas caminaba llevándose el azúcar desde la cocina hacia el patio. No las maté. Mi abuela siempre decía que ese era un signo inequívoco de una muerte cercana. No pude evitar sentirme contento.
No soy una mala persona, no ando deseando la muerte de cada persona que se me cruza en el camino haciéndome alguna perrada, pero todos tienen un límite y no soy Job.
La madre de mi novia no me considera digno de su hija. Para ella soy solo un mediocre cajero de banco, sin el futuro grandioso que soñaba para su “princesa”. No oculta su desprecio hacia mí cada vez que tiene la ocasión. Pero está enferma, grave, todos los saben: Seguro es ella la que va a morir.
Recuerdo la vez que me invitó a una reunión familiar, solo para humillarme invitando también a un “amigo de la familia” joven, guapo y ricachón. “¿Recuerdas, Anita? De pequeños decían que se casarían de grandes”, comentaba sonriendo. Poco importaba que mi novia lo le hiciera caso, ella insistía: “¿No es cierto que está muy guapo? ¡Es el partido ideal, tiene su propia empresa!”. De nada valió el apoyo de mi Ana, pidiéndome que no le hiciera caso, la vieja me arruinó el día.
Un perro aúlla a lo lejos: otro signo, la muerte está cerca. Sigo preparándome para ir al banco. Será un día largo y pesado, día de paga. Todos quieren cobrar su sueldo. Yo igual no dejaré de sonreír. Es fácil ser amable cuando sabes que todos tus problemas desaparecerán de un solo golpe.
Disfruto pensando en nuestro futuro, sé que no pudo ofrecerle mucho, pero lo que le daré, será de corazón. Si pudiera, le diría que no trabaje… pero eso es imposible con mi sueldo. Es otra de las críticas de su madre: “¡Pero si ni para mantenerla bien tienes! ¿Para qué te quieres casar?”. Y sigue quejándose de que su pobre hija tendrá que trabajar toda su vida y sigue y sigue…
En el trabajo no puedo pensar en otra cosa, no me concentro, me equivoco varias veces al contar el dinero. No sonrío, estoy tenso, si el jefe se da cuenta… De pronto una campana nos sobresalta. Pensamos inmediatamente en una alarma. Una secretaria se ríe.
—Fíjense, el despertador que me regaló mi hija para el día de la madre, ese que se malogró al segundo día y que guardo solo por cariño, ¡se puso a sonar de pronto! ¡Qué susto! ¿No?
Sí, “que susto ¿no?” ¡Qué alegría digo yo! Tres signos al mismo tiempo. No pueden fallar.
El banco cierra, salgo presuroso a la parada de autobús. Quiero llegar a casa lo más rápido posible. El ojo izquierdo me palpita: cuatro signos en un día. Debo parecer asombrado y triste cuando Ana me dé la noticia. Quiero…
… No vi el camión, todo el cuerpo me duele. La gente que se mueve a mi alrededor… escucho sus gritos de auxilio, también escucho aullar a un perro, mientras veo a las personas como si se alejaran cada vez más hasta hacerse pequeñas, como las hormigas...

Acerca de la autora:
Tanya Tynjälä

Metamorfosis - Lola Sanabria


Noche de luna llena. El acróbata trabaja sin red. Agarrado a la barra del trapecio, toma impulso, flexiona las piernas y se columpia. Cuando su cuerpo dibuja sobre las cabezas de los niños, la curva de una amplia sonrisa, suelta las manos, se gira en el aire, y cae en la pista sobre las almohadillas de sus cuatro patas.

Acerca de la autora:
Lola Sanabria

1961 - Abel Maas


Me acordé cuando el actor Dringue Farías entró en el cuadrado de la tele, en la caja boba, como se la empezó a llamar en esa época, lo hizo por la izquierda y mostró un cartel  con la inscripción “1961”, el año que ya había comenzado. Dijo que ese año sería igual de arriba para abajo que de abajo para arriba y a continuación giró el cartel 180 grados, lo hizo dos veces. Luego clavó su mueca de payaso, después una reverencia y salió de cuadro por el mismo lugar que había entrado.
Me pregunto si acaso es necesario y si así fuera para quién lo es, que yo me acuerde de estas cosas, y lo peor es que tengo un par de centenas. También quisiera saber por qué consulte con la Wikipedia en busca del  verdadero nombre del artista –Juan Manuel Farías Torterolo– que nació en 1914, el mismo año que Cortázar, uno después que mi papá. 
En ese año bidireccional ingresé en la escuela secundaria con el promedio más alto, y nunca más. Eso quiere decir que ahora tengo sesenta y ocho años y dentro de dos, tendré setenta. Y más tarde ochenta; entonces tal vez quieran hacerme una fiesta de cumpleaños, como recientemente se la hicieron a Mario Vargas Llosa pero si son cuatrocientos invitados yo no la garpo. Y si cuando entro al salón me veo en la obligación de tomarme de la mano con una Isabel Preysler me muero ahí mismo, pero no porque la señora me asuste, sino porque se la cojía Julio Iglesias, y un tipo como yo no puede transitar ese camino.

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Rencor - Enrique Tamarit Cerdá


En cuclillas sobre el peñasco desde el que antaño vigilaba el rebaño, el cazador escudriña los matorrales. La posición y el relente le han entumecido las piernas y la atenta espera le ha embotado el seso. Adormilado, se ve de crío bajando a trompicones el cerro para contar en casa, entre sollozos, que el hijo del señorito se llegó hasta la tena para robar un lechazo y tiembla a cuenta de los correazos que recibe por descuidado. Se ve también de mozo, ajorrando pinos por jornales de miseria y, ya hombre, emigrando y quebrándose el lomo en trabajos de mierda, junto a la esposa a la que detesta y al hijo que lo detesta a él. Alborea cuando asoma su padre con el almuerzo y él se sobresalta y lo encara, enajenado. Se congestiona, le grita, se caga en la puta vida que lo ha tratado como a un perro, se echa la escopeta a la cara y le descerraja dos tiros. Luego le da frío y se arrebuja con las solapas. El charco de sangre alcanza un rodal de setas y le viene su sabor a la memoria.

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